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los muebles y aderezo hechos por éste. «Como se de- muestra a la vista —arguye don Francisco de Aguirre, de- fensor de Guirior— se halla (el palacio) con unos salones perfectos, bien tapizados. y mueblados, como habitación correspondiente a la dignidad de un virrey que representa al soberano». Aunque en el juicio de residencia se incluyera una lista oficial de «dependientes y familiares» de don Manuel de Guirior, no puede computarse como censo de la servidum- bre que le atendía y que, en buena parte, le había acompa- ñado desde España y desde Santa Fe de Bogotá. HERENCIA MATERNA Si por filantropía, tan en boga en su siglo, se pretende explicar la singular atención que prestara Guirior a los desheredados de la fortuna, no faltarán pruebas de otra más profunda raigambre. Como los familiares y colabora- dores de aquel virrey hubieran cometido alguna irregula- ridad —declaraba don Lucas Mairena, hijo de Lambayaque— «la santidad de S. E. habría corregido tales excesos». Su juicio de residencia, a juzgar por el testimonio de eclesiás- ticos y seculares, indios, criollos mestizos e hispanos, más parece un proceso de beatificación que una causa ante tribunales civiles. No solamente realizó ciertas obras de atención religiosa, como sus dispendios por el aseo y or- nato de la capilla palacial y para proveerlo de vasos sa- grados y demás pertenencias del culto, sino que supo ha- cer liturgia de su fe cristiana. La represión de los pecados públicos correspondía por ley a todo gobernante. Don Valerio Gassols, capitán de infantería de su Excia. desde los días del virrey Amat, hubo de hacer muchas rondas nocturnas por orden suya «para evi- tar los pecados públicos e injurias a los vasallos». Los vagabundos que llegaba a topar eran destinados a los tra- bajos de la planchada, que había mandado construir Guirior para resguardo del Callao. Fueron causa de particulares providencias los escándalos del carnaval de Lima. Aunque por regalías de S. M. hubiera podido citar ante la real au- diencia a algún que otro clérigo de vida irregular, prefirió cursar un oficio de alerta a sus respectivos superiores. Su sentido de la justicia vale por la marca más autén- tica de su temple religioso. Y no tanto porque la urgiera en los subalternos, como por su celo en conocer directa- mente y despachar con prontitud las causas pendientes y por su disposición a recibir en audiencia a toda clase de gentes y hasta en horas intempestivas. Nunca supo Guirio: aquello de «¡Vuelva usted mañana! ». Aunque otra cosa parezca insinuar el obispo Moscoso en su carta al visitador Areche, ni recibió dádivas por sus favores ni permitió que otros las aceptasen. No pasó pe- queño sobresalto el oficial real de Arequipa, don Anselmo Camborda, cuando llegó a sospechar Guirior que se habían cruzado obsequios a cuenta de recomendaciones. El año 1780 hubo de cubrirse un puesto en el cabildo catedral de Lima. Su secretario, don Pedro Lavarona, ra- cionero de dicha iglesia metropolitana y rector del semi e o

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