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cían los relevos y los traslados, porque era el responsable de su seguridad personal. En el reino de Nueva Granada, además de aquellos cu- nacunas que asaltaban a los comerciantes que surcaran el río Atrato, y además de los cocinas, que merodeaban por las márgenes del Magdalena, había y hay otras tribus que se hicieron famosas por su ferocidad contra los blancos: los chimilas de Santa Marta, los motilones de la sierra de Perijá y los guajiros de la península de su nombre. Y como éstos, análogos en sus costumbres pero de me- nor publicidad, los coyaimas, los tupes, los itotos, los conchas, los pocabuses, alcoholados, tamalameques, sipau- sas, saraucos y tairomas, desde el Magdalena y Valle de Upar a las faldas de Sierra Nevada, Los chimilas habían descuartizado y devorado a su mi- sionero, P. Antonio de Todolella (año 1740), capuchino va- lenciano. Nicolás de Rosa los describe como habilísimos en el manejo del carcaj, del arco y de las flechas; traido- res que atacan emboscados tras los árboles, «para saciar sin riesgo suyo el bárbaro apetito de matar a los cami- nantes». Andaban en carnes, «y con sólo un calabacillo en que introducidas las partes de la generación, las oculta- ban»; pelo largo, suelto sobre el rostro, y tocado con turbante de plumas; el cuerpo untado con una resina que llaman vija y que les libra de la plaga de mosquitos. Lle- vóse a cabo la obra de pacificación de estos chimilas y su reducción a poblados por los capuchinos valencianos, escoltados contra peligrosas sorpresas por piquetes arma- dos y acompañados de indios tocaimos. Don Agustín Sierra fundó los cuatro primeros poblados chimilas. A 11 de marzo de 1775 podía felicitarse el virrey Gui- rior de los avances de aquella obra evangelizadora y cur- sar una invitación a los jueces y justicias de la provincia para que, depuesto el temor a los feroces chimilas, pro- cedieran al reparto de tierras realengas entre sus pobla- dores, «por ahora francamente y sin interés alguno, con sólo una escritura de obligación y fianza». De los indios motilones decíase (y fue verdad hasta nuestros días) que eran nación bárbara, formidable y an- tiquísima, terror del blanco. Por la muerte que venían cau- sando en muchos trabajadores, habíanse abandonado no menos de ochenta y tres haciendas de cacao en los valles de Gibraltar, Santa María y Río Chama (provincia de Ma- racaibo). Encomendó Guirior una expedición exploradora a don Sebastián Guillén, al cual, según la real cédula de 29 de junio de 1775, debían acompañar dos capuchinos nava- rros, como doctrineros; porque era voluntad del rey que se prosiguiera la pacificación, reducción y conversión «con espíritu de suavidad, sin estrépito de armas, las cuales servirán únicamente de auxiliar a los misioneros, imponer respeto, proteger a los recién convertidos y defenderlos en caso de alguna inesperada violencia». Destinó el virrey al éxito de aquella empresa 8.000 pe- sos del ramo de salinas de Zipaquirá, a los cuales se su- maron otros 2.000 del arzobispo fray Agustín Manuel Ca- macho y mil más de su cabildo catedral, «a que añadí yo de mi renta otros dos mil». Aunque se paralizara eventualmente aquella expedición por muerte del oficial real de Mérida, continuaron los ca- puchinos navarros entre los motilones y fundaron los pue- blos de San Francisco de Arenosa por fray Bartolomé de Logroño, Santa Bárbara de Zulia por fray Patricio de los cn

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