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vieja y al parecer arbitraria costumbre, solamente dispo- nían de dos oportunidades para abastecerse: la visita de sendos barcos que hacían la ruta de Guayaquil al Chocó. Guirior, acogiéndose a la real cédula de 20 de enero de 1774 sobre libertad de comercio entre las islas, se aven- turó a expedir un decreto por el que se autorizaba dicha navegación a cuantos en Guayaquil o en Chocó fueran capaces de habilitar embarcaciones con víveres y efectos permitidos. Con este recurso intentó cortar los precios abusivos de los otros navieros y dejar mejor surtida la cuenca minera. La solución era provisional y de urgencia. Si se condujesen «los efectos, acero, hierro, los negros y víveres» desde Cartagena y el golfo de Darién, se gana- ría en costos y en rapidez de servicio. Barruntó Guirior, se- gún los informes que le remitieron el ingeniero brigadier, don Antonio de Arévalo, y el gobernador de Chocó, don Benjamín Navarro, que el Atrato podía ser esa ruta nave- gable, a condición de asegurar esquifes y chalanas contra los asaltos de los indios cunacunas, que merodeaban por sus inmediaciones. Bastaba por el momento con levantar a orillas del río Caimán un fuerte, «como freno a los indios bárbaros y como abrigo a nuestras embarcaciones». En dominios tan vastos como el reino de Nueva Granada resultaba evidente la cortedad económica de la industria minera. Al intentar el virrey ampliar aquella base econó- mica volvió a chocar con ciertos privilegios y prácticas legales, a las que, sin concesiones ni cobardías, trató de hacer frente. Precisaba comenzar por un acto de singular osadía: cercenar los excesivos derechos con que los ofi- ciales reales cargaban «indebidamente» el tráfico mercan- til. Recurrió Guirior contra las que él juzgaba exorbitantes exacciones. Y S.M., previa consulta del Consejo de Ha- cienda, alivió el comercio interior de ciertas alcabalas impuestas arbitrariamente, sin arancel alguno, y ordenó se aplicase en aquel virreinato el real decreto de 16 de oc- tubre de 1775 sobre la franquicia del comercio entre las islas de América. Despachó en consonancia las oportunas circulares y previno a su sucesor Flores contra «los ofi- ciales y escribanos, con quienes necesitan lidiar los tra- ticantes y los que navegan», para que no anulasen aque- llas sus providencias. Otra causa de dicho descaecimiento económico, al me- nos por lo que a la provincia de Maracaibo se reduce, venía siendo, ¿quién lo diría? la Compañía Guipuzcoana de Caracas, una organización económica elogiada sin reservas hasta en lo cultural por los escritores venezolanos de an- taño y de hogaño y por nuestros peninsulares. Guirior no llegó a conocer tal vez el espledor de aquella Real Com- pañía, cuyo declive se acentúa precisamente a partir de 1776, con la mengua de su monopolio del cacao. Porque esto dejó escrito en su Relación de gobierno: «verdad es que para esta última (decadencia de Maracaibo) contri- buye en mucha parte el pedir sus adelantamientos la Compañía de Caracas, cuyas regalías, o mal entendidas o extendidas más allá de lo justo, han atrasado la agricul- tura de lo más florido de dicha provincia en todo lo que corresponde al distrito de Barinas, donde se cosechan los frutos de mejor sazón y calidad; pero los labradores huyen de cultivarlos, porque se les precisa a conducirlos con riesgo y gastos y a venderlos en la factoría que, como único comprador, les impone a su arbitrio el precio, y gradúa la calidad, causando el daño no sólo a aquellos po- Pe RAR

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