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En el concilio provincial que, a tenor de la real cédula de 21 de agosto de 1769, había convocado el arzobispo don Manuel Camacho y que se venía celebrando desde 1774, tendrían que ventilarse, según opinaba Guirior, los pleitos pendientes entre ambas jurisdicciones. No ignoraba aquel virrey que el primer capítulo del juicio de residen- cia, antes aún que el del real erario, versaba sobre la observancia de las regalías de la corona. Mas, como tam- poco podía traicionar su religiosidad sincera, recomienda a su sucesor que, sin mengua de dichas regalías, «pueda disponerse por la autoridad todo auxilio y protección con que las leyes y nuestro Soberano quieren favorecer y ha- cer venerar a los ministros y prelados eclesiásticos, con- tribuyendo al mejor gobierno de la jerarquía, aumento del culto divino y propagación del Santo Evangelio». POLITICA ECONOMICA Si los virreinatos vitalicios podían llegar a provocar el endiosamiento de la persona, siquiera por fuero de le- janía, el mando efímero de un par de años o tres pro- vocaba el riesgo de lo inacabado. Guirior tuvo la cordura suficiente de continuar la obra de su predecesor, don Pe- dro Messía de la Cerda, cuyos méritos reconoce honrada- mente, y la valentía necesaria para promover su adelan- tamiento, Desde los días de Belalcázar y del baztanés Pedro de Ursúa sonaba a proverbio la fabulosa riqueza minera del tridente andino: Chocó, Quindio y Suma Paz. Pero desde aquella época hasta los albores del siglo XX exigió su ex- plotación sobrados sacrificios en vidas y en fortunas. Cier- to —afirmaba Guirior—, hay minas ricas, permanentes y preciosas; pero se inutilizan por la distancia, lo fragoso de los caminos y el desamparo consiguiente de los mineros. «Todo el dinero del Erario no sería suticiente para cons- truir estos caminos». Y como los recursos económicos de Nueva Granada se reducían al laboreo del metal precioso («queda reducido el humor de este cuerpo al oro que se saca de las mi- nas»), ni todas las cajas del reino bastaban a serenar los clamores de gobernadores y subalternos, angustiados por las necesidades urgentes de sus provincias y el descubierto de muchos de sus salarios, ni alcanzaba el pueblo sencillo a dar honrada satisfacción a sus menesteres más perento- rios. No menos de 200.000 pesos debía remitir anualmente el virreinato de Lima para el prest de las guarniciones y las obras de fortificación de la provincia de Panamá. Y la escuadra y guardacosta de Cartagena sólo podían man- tenerse con las remesas que las cajas reales de México situaban en La Habana. Determinó Guirior aliviar la suerte del personal de mi- nas y promover otras fuentes de riqueza que movieran un activo comercio interior, entre las provincias, y exte- rior con la metrópoli. «Los mineros [o empresarios de mi- nas) padecen no pequeñas escaseces de lo más preciso para su alimento y el de sus cuadrillas». Se hallaban opri- midos de deudas y entrampados por esa causa. Por una
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