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Pirineos (1659) se había llevado por mujer a la infanta española María Teresa, y por dote el Rosellón y parte de la Cerdaña, sintióse tan halagado por la forzada generosidad española y tan aguijado por su ambición expansionista, que, a la muerte del austria Felipe IV (1665) decidió multiplicar sus reclamaciones, con la seguridad de que cada beso de paz le había de valer jirones del imperio hispano, en Europa. La reina gobernadora y sus ministros buscan aliados en el Imperio alemán y hasta en sus eternos rivales (Inglaterra y Holanda) que hurtan el bulto en el momento de firmar una tregua desastrada con el francés. No deja de extrañar la calma pasiva del pueblo español ante un gobierno que en el interior se anulaba por sus intrigas palacie- gas y al exterior sólo cosechaba derrotas. Pues bien, ni en aquellos días de marasmo faltaron patriotas, como José de Armendáriz, que expusieran su vida por defender el honor nacional. Irritadas las potencias europeas por la ambi- ción incontenible del Rey Sol, hablan comprometido su tranqui- lidad nacional en la Liga de Augsburgo (1686), en la que fió su suerte España y de la que se erigió en corifeo Guillermo de Orange, rey de Holanda y de Inglaterra, desde que le brindó su adhesión. Luis XIV, enojado por aquella confabulación antifrancesa y mucho más enojado por el nuevo matrimonio de Carlos |! con la princesa, María Ana de Neuburg, hija del elector palatino, rompe nuevas hostilidades por el Rin, el Escalda y el Segre. Gobernaba Flandes el inepto y fatuo marqués de Gaztañaga. Ataca el mariscal de Luxemburgo la plaza de Fleurus y, tras feroz lucha en que los aliados tuvieron 6.000 muertos y perdieron 8.000 prisioneros, la plaza se le rindió (1 de julio de 1690). Participó en la defensa el capitán de caballos corazas, José de Armendáriz, muchacho que no había alcanzado la mayoría de edad y que luchó de nuevo al lado del coloso Guillermo de Orange, que, ante su inferioridad numérica, tuvo que ceder al mariscal de Luxemburgo la ciudad de Neerwinden (a. 1693). Y estas accio- nes bélicas del navarro contra las apetencias inmoderadas de Luis XIV evocará Felipe V, nieto del francés, como servicios hechos a su persona. Cuando el duque de Vendóme había desbordado, con la ocupación de Barcelona (10 de agosto de 1697) las llamadas «fronteras naturales», el monarca galo se brinda a devolver todas las conquistas hechas después de la paz de Nimega, salvo algunas plazas flamencas y la ciudad de Estrasburgo, capital de Alsacia (paz de Ryswick, octubre 1697). El gesto que sus minis- tros interpretaron, en comidillas, debilidad senil, fue sin duda el más ambicioso de su vida política: Europa entera esperaba el doblar de campanas por el valetudinario Carlos |l, que, pese a sus dos matrimonios, no había logrado colmar su ilusión y la de todos los españoles. La sucesión al trono volvía a ser puesta en almoneda. Y en aquella puja, Luis XIV esperaba licitar con ventaja por la gratitud que se había merecido con su generosi- dad. No obstante, para prevenir cualquier sorpresa, concertó reiteradamente (1698 y 1700) con Guillermo de Orange el re- parto de la monarquía hispana entre franceses, bávaros, aus- triacos y saboyanos. Turbias maquinaciones en las cancillerías europeas y repugnantes contubernios en el palacio del Buen Retiro. Hasta se recabaron los buenos oficios de un célebre exorcista, fray Mauro de Tenda, capuchino saboyano, el cual dictaminó que el rey de España no estaba endemoniado; pero que bien podía ser víctima de un hechizo o maleficio.

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