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Acordonóse la plaza mayor, en que se había montado el tablado, con guardia de infantería y de caballería. Cuando subía el reo, escoltado por un piquete, las escaleras del patíbulo, emparejóse con él un lego franciscano que, a voz en cuello, gritó por tres veces: ¡Perdón! Otros franciscanos, que estaban en primera línea, saltaron la barrera y pujaron por desarmar a los soldados que lo custodiaban. Sonaron varios disparos, «de cuyo fuego resultaron muertos dos sacerdotes franciscanos que allí estaban» y varios heridos de las barandas de la plaza. Murió también Antequera. Y uno de los soldados fue herido de arma blanca. Al oír el tiroteo, Armendáriz que estaba en la sala de la audiencia, bajó al portal, montó el caballo de un soldado de su guardia, entró en la plaza con su escolta y enfrenó a la plebe, que había echado mano de las piedras. Con un ruejo dieron en el general del Callao, don José de Llanos. El virrey, para mostrar que la justicia se cumpliría inexorablemente, ordenó sacar de la cárcel al otro conspirador, José de Mena (que estaba reservado para otra ocasión) y cortarle la cabeza ante la multitud, que se estremeció atemorizada. Con dictamen del real acuerdo, cursa Armendáriz un exhorto al comisario general franciscano sobre averiguación y castigo de los frailes sediciosos. Respondió el comisario en oficio más insultante que respetuoso y apeló al cabildo catedral, sede vacante, para que fulminasen censuras contra el virrey, tal como se acostumbraban «contra los agresores de las personas ecle- siásticas». Los canónigos le formaron proceso, sin citación de parte, y lo remitieron a su majestad. Suspendieron la declara- ción de censuras. Por sendas reales cédulas de 5 de septiembre de 1733, al cabildo y al nuevo arzobispo, limo. D. Francisco de Escandón, desaprobó Felipe V la conducta de sus capitulares y expresó la nulidad de su procedimiento, por no haber terciado ánimo de injuria ni de violencia, sino infortunio casual, en la actuación de los soldados que custodiaban al reo Antequera. Dícese que los primeros meses de su gobierno, el marqués de Castelfuerte vivía tan enfrascado en informarse respecto del complejo tinglado administrativo y en alternar con la buena sociedad criolla por el mismo fin de observar y de cerciorarse, que dio la sensación de flemático; y, en el moderno argot juvenil, de pasota. Como le había precedido la fama de hombre duro y de pocos amigos, el nostálgico desengaño de quienes soñaron con una mano de hierro se destempló en pasquines que pegaban a la puerta de palacio, de este jaez: AQUI SE AMANSAN LEONES El virrey, con el mejor humor, mandaba a su escribano fijar la respuesta debajo: CUANDO SE CAZAN CACHORROS Poco tardaron los limeños y el resto de los peruanos en percatarse de que aquel humor bien podía calificarse de humor negro. «No tuvo el Perú un virrey más justiciero —escribe Ricardo Palma-, más honrado ni más enérgico y temido que el que principió haciéndose el mosquita muerta». No se ilusionaba Armendáriz con el éxito de su gestión gubernativa. «Un imperio muy grande y muy próspero —escribe a su sucesor- es unión que no se ve en el mundo». Podía con todo garantizarle que el reino que le entregaba «lo recibió menos feliz». io

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