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Cuando se vio totalmente desamparado frente a los comu- neros, enfundó resignadamente la pistola. Un arcabuzazo le derribó del caballo y un tal Gabriel Delgado le segó la cabeza de un tajo de machete. Dueños de la capital, proclamaron gober- nador al obispo Arregui, que al no ser capaz, en su debilidad senil, ni de cortar los desmanes ni de negarse a firmar sus arbitrarios caprichos, delegó la tenientía en Cristóbal Domín- guez, sin entregar el bastón de mando. Y se fue a Buenos Aires. Reunido Armendáriz con los magistrados del real acuerdo, se determinó encomendar el orden y pacificación a don Bruno Zavala, quien, acompañado del capitán Martín José de Echauri con 500 hombres de milicias, entró en la Asunción, coreado por el vecindario como libertador, el 30 de mayo de 1735. La reta- guardia estaba formada por algunos miles de indios, bien arma- dos y equipados, que, a petición del virrey Armendáriz, había reclutado entre los suyos el provincial de los jesultas y que avanzaron hasta las márgenes del Tebicuari. Seis de los más culpables fueron ajusticiados, previo pro- ceso; otros, desterrados a los presidios de Chile. Quedó por gobernador de Paraguay el capitán Martín José de Echauri, que con su acertada gestión se granjeó afecto y renombre. MALA VENTURA DEL FISCAL ANTEQUERA Con poco respeto para sus barbas escribió Ricardo Palma que los jesuítas habían sacrificado con ruindad al oidor don José de Antequera, caballero de Alcántara. Por decreto de 22 de febrero de 1722 el virrey, arzobispo Morcillo, había repuesto en su cargo al difamado don Diego de los Reyes. Infatuado el pesquisidor Antequera, no solamente se mantuvo encáramado en un empleo que no le correspondía, sino que pareció recrearse en sus desafueros y arbitrariedades. Como reacción a los desfavorables informes remitidos por los prelados de las órdenes religiosas, por el gobernador García Ros, por don Bruno Zavala y por el santo obispo fray José de Palos, ordenó Felipe V, por real cédula de 11 de abril de 1726, arrestar y formar proceso a José de Antequera, a causa de su crimen de lesa majestad y por el «ajamiento de una Religión tan venerable y esclarecida como la de la Compañía de Jesús (a cuyo celo se debía la reducción de tantas almas al conocimiento del Evangelio) executado en la expulsión violenta de los Pa- dres». Encomendó Armendáriz la formación del proceso al mar- qués de Casa Concha, oidor el más antiguo de la real audiencia de Lima; y despachó al Paraguay, en calidad de juez pesquisi- dor, a don Matías Anglés de Gortari, que procedió con pausa y con serena imparcialidad. Cinco años duró la substanciación de la causa. Se dieron cuatro meses al reo para responder de los cargos que se le hacían. Se consultó al consejo de Indias. Felipe V determinó que la causa se finiquitara en donde se había incoado el pro- ceso. Impusieron los jueces la pena capital, sin apelación. Y se fijó para el cumplimiento de la sentencia el día 5 de julio de 1731. Un sentimiento colectivo de dolor sacudió a los limeños, y más a las limeñas, cuyo afecto había sabido granjearse el caballero Antequera. Hasta el comisario general de los frailes franciscos, fray Antonio Cordero, recurrió a Castelfuerte en demanda de per- dón, por los buenos amigos que tenía en su comunidad; «in- tento que desde luego repelí, como ajeno a todo derecho» comenta Armendáriz-.

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