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No menos de 30 provisiones de ruego y encargo y de varios otros decretos u oficios hubo de dirigirle Armendáriz por recur- sos a que dio lugar: quejas de los indios contra sus curas doctrineros; edicto del obispo sobre el precio de la ropa que llaman de la tierra; injerencias en asuntos puramente civiles o políticos, como «si en su dignidad episcopal estuviesen incluí- das todas las jurisdicciones y en su voluntad todas las Leyes»... «Se le ha hecho terrible el cayado y rigoroso el silbo». Mas como su honradez no le podía traicionar, atendió el obispo Roldán las quejas de los indios, hizo arrestar a varios curas y los expidió a Lima, en donde bastó una sencilla entrevista con el virrey, para que «sin necesidad de advertencia», cada cual regresara con el mejor talante a su doctrina. Por esa misma honradez, se empeñó en dimitir al reconocer su fracaso. Vanamente porfió Felipe V, que sabía de su rectitud y de la vigorosa promoción cultural suscitada y cimentada, por sus empeños, en la universidad de Huamanga. En virtud del real patronato y a petición del superior provin- cial de Lima, presencia Castelfuerte los tumultuosos debates del capítulo electoral de los padres agustinos. Y como virrey dis- creto que, a imitación de la Iglesia misma, prefiere la concordia a las reyertas, encomienda la presidencia de aquellos comicios, previo dictamen del real acuerdo, al arzobispo de Manila. Por orden de su majestad tiene que asistir (puede hacerlo mediante sus ministros togados) a otro capítulo electoral, el de los frailes de la Merced, para garantizar la fiel observancia de sus constituciones en lo referente a candidaturas, incompatibi- lidades, número de sufragios, etc. No sólo razones disciplinares solían danzar en aquellas reuniones. Y a ruegos del arzobispo de Lima, su predecesor en el cargo virreinal, Fray Diego Morcillo, destaca Armendáriz un piquete de a caballo y otro de infantería, de su guardia personal, para evitar que el público terciase con las monjas de la Encarnación en las protestas por la prelada recién elegida. No sosegó el monasterio hasta la toma de posesión del nuevo arzobispo (a. 1732), Dr. Antonio de Escandón. Por no desairar al tribunal del santo oficio, con el que había tenido sus rifirrafes, acudió Castelfuerte, flanqueado por los inquisidores, a la iglesia de Santo Domingo, en donde presenció un auto de fe (Lima 12 de julio de 1733), en que la abjuración de los 12 reos fue de levi, (bigamia y hechicería), sin olor a chamusquina. En otra ocasión emplazó dos piezas de artillería ante el edificio de dicho tribunal, porque no estaba dispuesto a perder más de 60 minutos con las triquiñuelas de los inquisidores. Sacó su reloj delante de ellos, lo puso sobre la mesa y les quitó las ganas de rajar cabellos. Encarece Armendáriz a su sucesor en el mando «la suprema importancia de las Misiones en estos Reynos», principalmente en la parte de la sierra, porque «es la montaña un vegetable Infierno, que se mantiene contra el cielo». Recomienda las del Paraguay, Chiquitos y Mojos y las del Cerro de la Sal, en donde el franciscano, P. fray Juan de Marca, ingeniero antes que fraile, completaba su evangelización con el adiestramiento de los indigenas en «texidos, fábrias y otras obras útiles». Nunca les falló la consignación anual, derivada del patronato regio. Por virrey y por vicepatrono atendió Armendáriz el servicio, limpieza y ropería de los hospitales, como el de Santa Ana de Lima, que encomendó a los betlemitas; porque los cofrades lo tenían tan sucio y tan abandonado que hasta halló dos enfer- mos en el mismo catre, por falta de mejor equipo.

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