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* hl E Don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte, elogia sencillamente la predicación de los frailes franciscos, a cuyos sermones, que no eran pocos (cuaresmas, novenas, triduos, panegíricos de las 60 fiestas de tabla) procuró asistir puntual- mente, como buen cristiano ávido de instrucción religiosa. Por su cargo de virrey y de vicepatrono esmerdse en la observancia de la moralidad pública. Dictó pragmáticas acerca de la hones- tidad del traje femenino, porque no pocos «son precipicios que quanto más descubiertos, son más excitables». Fijó en las diez de la noche el toque de queda para la Ciudad de los Reyes, por atajar los daños públicos que se seguían de la «multiplicidad de castas y naciones». Y dictó bandos para las provincias fuera de Lima, con el fin de moderar usos y costumbres de sus morado- res, «bárbaros en realidad y cristianos sólo de nombre». Por real cédula de 13 de febrero de 1731 se le había encar- gado llamar la atención de los prelados del virreinato peruano, respecto de ciertos informes poco favorables llegados a la corte, tocantes a escándalos y delitos de algunos elementos del clero llano. Por mejor cumplir su cometido, despachó Armen- dáriz una orden circular a los corregidores, cuya respuesta, mantenida en secreto, valdría por testimonio genuino ante las autoridades eclesiásticas. En tanto que el obispo de La Paz, el limeño Dr. Alejo de Rojas, agradece a Castelfuerte su leal colaboración, el de Truji- llo, fray Jaime de Mimbela, aragonés de Fraga, se destempló tanto en sus cartas, que el virrey prefiere silenciar en la Rela- ción, sus más violentas expresiones. Dolió en el alma a este prelado que delatase Armendáriz en su informe la vida rota de siete de sus sacerdotes diocesanos, por considerar irreverente e impía la injerencia de un seglar en el acotado de la Iglesia. Se lee en una de sus cartas: «En el gobierno de V. E. el estado eclesiástico vive muy sofocado y oprimido, pues no ha parado V. E. hasta beber su sangre y verterla como arroyos en la plaza». Frases de que más tarde mostró pesar y en que se alude a intervenciones anteriores (a. 1727) puramente informativas pro- vocadas por otra real cédula, y a un hecho específico, el supli- cio del fiscal Antequera, que se detalla líneas abajo. El obispo de Huamanga, monje basilio dom fray Alonso López Roldán, manchego de cuna (Villarrobledo) y quijote a lo místico, la emprendió a excomuniones con los corregidores, alcaldes, canónigos, curas doctrineros y frailes que no se plega- sen a su carisma de gobierno. Sin atender poco ni mucho a la jurisdicción del virrey, que a fuer de vice patrono debía ser consultado en la colación de beneficios, los repartió y quitó a su antojo, como en el chantre don Diego Ortega, al que privó de su canonjía por haberse acogido al privilegio de jueces adjuntos en el pleito que el cabildo mantenía contra su obispo. Empeñóse, contra los regidores de la ciudad, en suprimir las fiestas de Santa Bárbara, de San Sebastián, de San Ignacio y de San Francisco Javier; y contra los dos cabildos, que costeaban los gastos de liturgia, panegírico y festejos populares, la muy tradicional de la octava de la Inmaculada, que les era peculiar. Por orden del prelado, el alcalde Nicolás Boza tuvo que dar suelta a un delincuente, arrestado en una pulpería próxima a la casa episcopal, «como si fuesen altares las tabernas» para gozar del derecho de asilo; y por haberse negado dicho alcalde a entregarle los decretos virreinales que protegían rentas de los canónigos Romaní en Andahuailas, fulminó contra él «quantos malos tratamientos y palabras ofensivas encontró en el Diccio- nario de su cólera».

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