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dada por otra real orden, de 30 de noviembre de 1730, refren- dada por el superintendente José Patiño; Santiago de Chile y Concepción, adonde se remitían 100.000 pesos anuales, mitad en dinero y mitad en ropa para los soldados y sus familias, de acuerdo con lo insinuado por los jefes de dichas guarniciones; Valdivia recababa de las cajas de Lima 50.000 pesos, de los cuales 26.000 en plata y el resto en ropa. No había voluntarios para esa plaza; solamente reclutas delincuentes y perdidos; «conque se ha hecho a un tiempo esta plaza el alcázar de la defensa y la isla del castigo». Desde las reales cajas de Potosí se suministraban al gobierno de Buenos Aires, para fines de de- fensa, entre 87.000 y 100.000 pesos al año. Total de sumas invertidas en situados durante el decenio, 3.800.000 pesos. Pero «con toda la grandeza del Perú, la Real Hacienda no alcanza a las consignaciones que le oprimen», aunque a ellas se aplicasen más del 90% de las recaudaciones. Por ejemplo, la asignación anual fijada para Panamá y Porto- belo era de 270.000 pesos; y Armendáriz apenas puede agregar al centenar arriba citado otros 12.000 pesos para perseguir a los indios del Darién, que, en 1731, dieron muerte a 10 hombres, cuando fracasaron en su intento de robar la plata que se conducía a la feria de Portobelo. POLITICA DE IMPERIO «Los Reynos que han quedado a la Corona son los que la hazen o pueden hazer resplandeciente y sólida... No deben atenderse con tantos visos de colonia, que no merezca el título de Imperio» (Relación de gobierno). Al formular estas premisas, no sueña el capitán general Armendáriz con triunfalismos vanos ni con lábaros de con- quista. Las cicatrices de su cuerpo, testimonio permanente de las mutilaciones que acaba de padecer la monarquía española, son bastantes a mantener despierto un realismo de modestia nacionalista. Su afán es otro. Su intención deriva a la actualiza- ción de las Españas (Hispaniarum rex) en un gobierno de reinos y señoríos, sin otra diferenciación que la peculiaridad regional ni otro distintivo que el de gobernantes y gobernados. Porque, de otra suerte, ese imperio habrá de ser «un relámpago de lucimiento, sin consistencia ni esplendor y un relox de poder, con poca cuerda de manutención». Aboga por la provisión de cargos en la nobleza de la tierra (los criollos), que fueron en el pasado «los arqueros más pron- tos y los auxiliares más seguros de un virrey, en tiempo de guerra... asistían con sus personas, armas y caballos y sustenta- ban voluntarios tropas en tierra y armaban bajeles en el mar». Pero esa reducida clase social (concentrada principalmente en Lima) quedó maltrecha al ser incorporadas las encomiendas a la corona española, y desde que se privó a los virreyes de la facultad de premiar su fidelidad y sus servicios. No debe igno- rarse que la nobleza criolla es rama de la española, aunque por su penuria económica se vaya reduciendo a «débiles hojas de estas mismas ramas». Si se nombraran obispos peruanos en lugar de los peninsu- lares —continúa arguyendo Armendáriz-— se evitarían o se suavi- zarían al menos muchas controversias, singularmente provoca- das por razón del real patronato; «porque los de estas partes son, por especial dote del País, de más suave genio y más dócil temperamento que los otros». «En las togas corre la misma razón». Y no vale la objeción de parentesco en la rectitud administrativa; porque los togados > Br

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