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francés, La Providence, desbarató sus singladuras entre Nazca y Arica, cuando logró decomisar en playas solitarias, 8 arrobas de plata en piña, y barretones de oro; y 106 cajones y fardos de mercaderías, que se tasaron y vendieron en Lima por 26.000 pesos, que se aplicaron a la real hacienda del Perú. Por la misma fecha (años 1724-1725) se avistaron tres barcos holandeses. A petición de Castelfuerte, pronombres del comer- cio de Lima (D. Angel Calderón, el marqués de Torre Tagle y don José de Tagle y Bracho) armaron un mercante en corso, al mando del piloto don Santiago Salaverría. El San Luls y el Flessinge hubieron de rendirse; el tercero consiguió zafarse en dirección del estrecho de Magallanes. Todavía en 1734 se presentó otra fragata holandesa, de 30 cañones, la Santo Domingo, cuya tripulación quiso dar a enten- der a las gentes de Arica que su barco era francés, procedente de St. Malo y con mercancía para un puerto chino. Afortunada- mente el corregidor o sus hombres averiguaron su identidad y sus planes corsarios. Y tuvo que continuar su ruta sin el oro y la plata con que se intentaba traficar. Armendáriz cortó el cáncer (sic) del comercio ilícito, con su alerta y vigilante cuidado y con castigos severos. «Podar el árbol es fecundidad del tronco» —-se afirma en la «Relación». No pudo hacerse la poda de todo el ramaje dañado. Hasta 1750, en que definitivamente cesa el privilegio británico, fue imposible restañar esta vía de drenaje. Gran Bretaña obtiene de Barcelona, en pago de su apoyo al archiduque Carlos, cláusula de favor para comerciar con las Indias. Y en 23 de marzo de 1713, antes de firmarse el tratado de Utrecht, se le reconoce el monopolio de la trata de negros y la facultad de enviar determinado peso de mercancías (navío de permiso) a las ferias de Portobelo. Contrato de 30 años de duración, en los que tendría que transportar a los puertos españoles del Caribe 144.000 negros, a 4.800 «piezas de Indias» por año. Por cada una habrá de pagar a la corona española 33 y 1/3 pesos. Se fija en 300 el precio máximo de venta. ' Se entregó el mercado a la «South Sea Company», sociedad de nueva creación, fundada por el conde de Oxford. Montó sus factorías con presidente, contador, guarda almacén, secretario y dos factores, en Cartagena, Veracruz, Panamá, Caracas, Porto- belo, La Habana y Buenos Aires; y sus agencias intermediarias en Jamaica y Barbados. Se prohibió a los traficantes ingleses (artículo muy impor- tante si se hubiera observado) la venta en puertos españoles de víveres y efectos sobrantes de la travesía desde el Africa. La secular tradición pirática de los ingleses se halló de improviso con dos valiosos recursos, dos auténticos caballos de Troya, en la desleal conquista del mercado americano. Las«piezas de Indias», cargadas como bestias en las costas guineanas, se distribuían desde Jamaica en partidas pequeñas, con lo que el comerciante inglés multiplicaba el número de sus embarcaciones y el de sus alijos. Y como, a tenor de la cláusula 13 del asiento podían los ingleses nombrar jueces para caso de litigio, no dudaron en servirse de los mismos gobernadores, alcaldes y comandantes de los puertos, tenidos muy a su mer- ced con el soborno de 2.000 pesos anuales. Armendáriz mudó, hasta donde le fue posible, a estos fun- cionarios venales y encomendó al conde de Clavijo la vigilancia del mar Caribe con su flotilla de guardacostas. Describe la otra trapacería el sagaz observador Antonio de Ulloa: por conchabo con inspectores, contadores y escribanos, las 500 toneladas españolas de mercancías, autorizadas por el navío de permiso, se recrecian a 900, que montaban tanto como la mitad de las transportadas por lo galeones españoles a e dos

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