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son rapiñas esporádicas, no de raqueros profesionales como los Hawkins o los Morgan. Pero el comercio de españoles, indios y mestizos con las naos extranjeras fue el peor comején del «inmenso árbol del Tesoro, que tiene su raíz en la corona y sus ramas en las consignaciones» («Relación de gobierno», de J. A.). Creció el daño con los privilegios arrancados por Gran Bretaña al monarca español (a. 1713) y recreció con los navíos de permiso concedidos a Buenos Aires por real cédula de 1721. «En Buenos Aires se afirma en la Relación de gobierno de Armendáriz, la ruina de los comercios, la puerta por donde se les huye la riqueza y la ventana por donde se arroja el Perú». A instancias de su gobernador, Bruno Zavala, manda el marqués de Castelfuerte fondear los navíos cuando pareciere oportuno, registrar sus partidas de oro y plata y decomisar el metal precioso que estuviese sin quintar, es decir, que no llevase la marca de haber satisfecho los derechos reales. Y, por decreto del año 1726, manda fortificar los pasos de Tucumán con el fin de estrechar por tierra la vigilancia de mercachifles y recueros. El impuesto de la sisa que se cobraba sobre el tráfico ingente de mulas tucumanas se destinaba a castillos y fortines de dicha provincia, tanto para contrarrestar las incursiones frecuentes de los indios turies y querandíes como para impedir el transporte fraudulento de plata desde el cerro del Potosí a los embarcaderos españoles o portugueses del Atlántico. Alarma y satisfacción acometieron al virrey Armendáriz cuando le llegó la noticia de que en la hacienda Belén de Tucumán se había logrado decomisar 6.872 marcos y 2 onzas de plata en 42 barras, por valor de 56.128 pesos y 5 reales. Difícil, muy difícil cortar el contrabando por el estuario del Plata, aun con el dominio de ambas riberas, a causa de la portuguesa proximidad de la Colonia del Sacramento, implan- tada fuera de la línea de demarcación, contra todo derecho. Pero extinguirlo en la que Peralta Barrionuevo denominó bisa- gra de ambos océanos, el istmo de Panamá, o en la costa caribeña, oteada por nuestros adversarios desde Ouracao y Jamaica, podía considerarse tarea sobrehumana. Cuando el marqués de Castelfuerte desembarcó en Carta- gena, tuvo noticia de que aquellas radas y ensenadas eran nidos de contrabandistas. Mandó descargar las naves Capitana y Almiranta y la fragata Pingúe Volante; se hizo con ellas a la vela; descubrió cuatro bajeles anclados que pirateaban; y apresó uno de ellos; los otros tres lograron internarse en la huída, por su menor calado. En Portobelo mantenían los ingle- ses, a ciencia y conciencia del gobernador de la plaza, una embarcación artillada y con la enseña británica en lo alto del mástil. Dio orden perentoria de desarme y arriada de bandera. Entró Armendáriz en la Ciudad de los Reyes el 14 de mayo de 1724. Y a lo largo del año publicó no menos de seis bandos contra el comercio ilícito en el virreinato. Para contrarrestarlo y con el fin de convoyar las armadas que se despachaban desde el Callao a Panamá o a la feria de Portobelo, consiguió del comercio de Lima la carena de las naves Capitana y Almiranta, «que salieron superiores a las que de igual porte cruzan el Océano del Norte». Y mandó, previo dictamen de don Blas de Lezo, jefe de la escuadra del mar del sur, y del intendente de marina, Juan Oguiño, desguazar la Peregrina y el Brillante, de carcomida cuaderna; y poner quilla al San Fermín, cuya puesta en línea costó 28.749 pesos y 11 y 1/2 reales. Contrabandistas franceses y holandeses merodeaban a lo largo de la costa chileno peruana. Al Dos Coronas, navío fran- cés, que cerraba el puerto de Pisco, obligó Armendáriz, con su táctica de «costa desierta, sin bastimentos ni mercancías», a levar anclas, porque no pudo aprovisionarse. Y al otro navío A
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