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Alarmóse Europa ante aquel alarde de fuerza. Inglaterra y Francia buscaron aliarse con Holanda y Austria. Alberoni lo procuró con Suecia y Rusia, en tanto preparaba una expedición mucho más potente que la primera: 30.000 aguerridos soldados, 100 cañones y 40 morteros en 22 navíos de línea, tres mercantes armados en guerra, cuatro galeras y 340 buques de transporte. Zarpó la flamante flota desde el puerto barcelonés el 18 de junio de 1718. Al atracar en el puerto de Caller, abrió el marqués de Lede, jefe nuevamente de la empresa, el primer pliego, en que se le ordenaba recoger al teniente general Armendáriz y sus dragones. Merced a la colaboración de los sicilianos, que, como los sardos, añoraban la presencia española, avanzaron sin difi- cultad las huestes del marqués de Lede por Catania, Siracusa, Trapani y Mesina. Pero Inglaterra, que había conseguido formar la cuádruple alianza, pudo desplazar sin temor poderosas fuer- zas navales que, con el almirante Byng, se refugiaron en las radas sicilianas. Es probable que Gazteñeta, excelente marino, jefe de las naves españolas, confiara en la no declaración de guerra por parte de Gran Bretaña. Ello es que se vio sorpren- dido por la escuadra inglesa en aguas del cabo Passaro, que el mar embravecido dispersó sus unidades (de nuevo los elemen- tos contra la «Invencible») y que sufrió el más calamitoso desastre que nunca pudiera imaginar (11 de agosto de 1718). En la península ibérica, aquellos expertos militares, Berwick y Tilly, que tan briosamente habían combatido por el trono de Felipe V, obedientes ahora a su nuevo soberano, invaden Nava- rra y Guipúzcoa y avanzan luego, aunque más penosamente, por el norte de Cataluña, que Berwick no tarda en abandonar. Navarra pone en pie de guerra 15.000 hombres a las órdenes del principe Pío. Y Felipe V vuelve a encontrar grato albergue entre los tudelanos, que, a su afecto explosivo, añadieron su admira- ción fervorosa por el porte devoto con que la familia real participó en la liturgia y en la procesión del Corpus. El desastre de Sicilia repercutió al punto en el ejército español que dominaba en la isla. Sucesivamente fueron desem- barcando contingentes de soldados alemanes, al amparo de la escuadra inglesa. Aún fueron capaces de aguantarles airosa- mente los nuestros en los choques de Melazzo y Francavilla (mayo y junio de 1719). En ambas acciones destelló el regi- miento de guardias españolas, gobernadas por su coronel don José de Armendáriz. Perdieron los alemanes no menos de 5.000 hombres y entre ellos el general Roo! y el duque de Holstein. Por la parte española hubo también bastantes muertos, entre los cuales el teniente general Caracciolo y varios brigadieres. Fracasaron los intentos de Alberoni en Escocia y Bretaña; repli- caron los aliados con desembarcos en Laredo y Vigo. Felipe V, obligado por las potencias extranjeras, tuvo que despedir al genial abate y devolver Cerdeña y Sicilia (paz de Cambray). La fuerzas de ocupación españolas reembarcaron para rea- gruparse en la bahía de Cádiz, con nueva alarma de la superes- tésica Europa, por la escuadra y armamento que tenía dispuesto el ministro José Patiño. Durante cuatro horas lucharon fiera- mente contra la ingente moreríz lanzada sobre Ceuta. Inglaterra, que temblaba por el peñón, frenó, con una advertencia a la corte española, toda ensoñada aventura. El marqués de Castelfuerte fue ascendido a capitán general de los reales ejércitos, sin renuncia de su grado y cargo, como coronel del regimiento de guardias de Corps. El gobierno provincial de Tarragona y la capitanía general de Guipúzcoa fueron el banco de prueba en que se manifestaron sus dotes para el desempeño de un destino arduo y espinoso: el virreinato peruano. Felipe V, antes de cumplir aquel voto, que dicen que hizo, de it

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