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jefes «a ese reino» (de Navarra) y de tres regimientos de dragones a la ciudad de Tudela, por la presumible invasión enemiga desde Zaragoza (julio de 1706). Llegó a tiempo el refuerzo de tropa francesa, con el general Dasfeld. Los austriacos decidieron retirarse hacia Valencia, (fiel al archiduque), por la hostilidad peligrosa de los pueblos castella- nos. Siguióles el rey Felipe, con el duque de Berwick por coman- dante general, y en Almansa (provincia de Albacete) consiguió una victoria tan trascendental como inesperada el 25 de abril de 1707. Trascendental, más que por la captura de 13 batallones con sus bagajes, por el avance incontenible hasta Murcia, Alicante y Va- lencia, eslabonadas desde ahora sin solución con la Andalucía fidelísima. Inesperada, porque solamente reveses venían suce- diéndose aquende y allende los Pirineos. Armendáriz, ocupó en aquel encuentro, con su caballería de dragones, la de la reina y la de las órdenes militares, el ala derecha, gobernada por los tenientes generales duque de Pópoli y Dasfeld, asistidos por mariscales y brigadieres, como Mahoni y José de Amézaga. Valió a José de Armendáriz su acción decisiva el as- censo a teniente general (año 1709). Pértidos duendes susurraron a Felipe V el arrasamiento de Játiva por su tenaz resistencia y la supresión de los fueros de Valencia por su adhesión al archiduque. Cataluña se enquistará en la defensa de sus usatges, y Aragón, vacilante, se decantará del lado austriaco. De Almansa arranca, por paradoja, la fase menos risueña y más enriscada del pretendiente borbón. El duque de Berwick, general en jefe de su ejército, tiene que retirarse por extrañas antipatías palaciegas. Luis XIV, desengañado e inhibido de los intereses de su nieto, abre las puertas a negociaciones ruinosas de paz. Y desde Cataluña reemprenden los aliados una vigorosa ofensiva, planeada por el conde de Stahrenberg y los generales Stanhope y Belcastel. Triunfan en Almenara (Lérida), por ineptitud de Villadarias o por resquemor del duque de Orleans (7 de julio de 1810). Atraviesan el Cinca y en Fraga hacen prisio- neros dos regimientos de Navarra. Felipe V se salva por la fidelidad de la caballería, que le escolta en perfecto orden hasta Zaragoza. Por una confianza suicida del nuevo general en jefe, el mar- qués de Bay, excelente estratega por lo demás, pierden los borbo- nes la batalla de Monte Torrero (Zaragoza, 20 de agosto de 1710), en la que José de Armendáriz tuvo parte tan principal, que algunos historiadores le presentan como jefe de los defensores. Cierto que la inferioridad numérica era manifiesta: 17.000 franco españoles contra 25.000 aliados, alemanes, portugueses, ingleses, saboya- nos y algunos catalanes y aragoneses. Y probable, al menos, que de no haberse precipitado las huestes castellanas a cruzar el barranco para acometer al enemigo, el encuentro podía haber quedado en tablas. Felipe V reclama con voz agónica a su abuelo la presencia del duque de Vendóme. Y Luis XIV, cuyo ejército había sufrido la humillante derrota de Malplaquet (príncipe Eugenio contra el ma- riscal Villars) confió en la mejor suerte de su nieto y accedió a su petición desesperada. Volvió a organizar en Tudela el marqués de Bay los restos de su tropa y con ellos se encaminó hacia Soria, que se le mostró no menos generosa que Navarra. Stahrenberg, que había entrado nuevamente en Madrid con el archiduque, intenta conectar con el ejército de Portugal y cortar al rey Felipe, por la línea del Tajo, toda comunicación con el sur. A tiempo advirtió la maniobra y a tiempo pudo situarse en el puente de Almaraz. Como Castilla se negaba a socorrer al austriaco, determinan sus generales recogerse en el reino de Aragón para la invernada. Felipe V, asesorado por Vendóme, decide darles la batalla.

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