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les, infestada antaño de insectos y de serpientes, torturada a trechos por hambrientos barrancosE aún hoy estremecen al rutero del asfalto, intrincada y fragosa, obstruida en cual- quier momento por tierras y rocas deslizadas por la socava de lluvias torrenciales. Honda, a 340 m. sobre el nivel del mar; Bogotá a 2.600. Por aquellas trochas campeó Pedro de Ursúa, que en 1548 abrió la ruta de Carare; y su primo, el célebre juez de residencia de Santa Marta, Cartagena y Popayán, don Miguel Díaz de Armendáriz, que el año 1551 funda, entre los panches caribes, *“Villeta de San Miguel”, en un oasis de eterna primavera, el valle de las guaduas, a unos 25 kilóme- tros de Honda, camino de Santa Fe. Guadua es el nombre quichua de la “angustifolia Kunth” o bambusa, con que se levantan tabiques y cercados y se construyen puentes y * muebles de hogar. Y Guaduas o “San Miguel de Guaduas” fue un poblado indio fundado por los franciscanos en 1610, en dicho valle edénico, elevado por el virrey Ezpeleta a la categoría de villazgo y vinculado a la historia republicana de Colombia por su heroína “La Pola” (Policarpa Salaverría), que desde su pedestal preside la plaza mayor. A ella da la casa del camino, llamada también “casa de los virreyes” (una placa en su fachada lo proclama en la actualidad); en ella descansaron los expedicionarios tras su primera jornada. El dueño, capitán don José de Acosta, hizo honor a su noble- za de sangre y a su munificencia de hacendado; cuidó de los relevos de posta y de la organización de la marcha; a sus expensas, cuatro peones llevaron hasta Villeta una mesa de cristal de sus excelencias. Guaduas les envolvió en su embrujo. Aquel paisaje de juventud lozana, esmaltado de fulgurante policromía, aquel clima tibio y encalmado, enemigo de tensiones, la fragancia andaluza de sus naranjos y limoneros, trasplantados de tie- rra bética, el hospitalario talante de sus gentes ofrecieron a la castiza gaditana, María Paz Enrile, y a su excelentísimo esposo, el más apetecido descanso en los gajes de gobierno. En Guaduas tomaron sus vacaciones durante los años de virreinato; en Guaduas trabó amistad don José de Ezpeleta con don José Celestino Mutis y con sus saberes naturalistas; y por la prosperidad de Guaduas, que manejaba 145 trapi- ches, se afanó el virrey, bien convencido de que sus azúcares superaban en calidad a los de Cuba, y de la necesidad peren- toria de desgravarlos de tantas aduanas interiores. En una de sus primeras visitas a dicha población hubo de sentir el son- rojo. La ventera de la posada “Cuatro Esquinas” negóse a servirle el chocolate de las cuatro, con la excusa de que no tenía una onza. Llegó en esto el capitán de guardia. Sofoca- da la mujer, intentó enmendar el yerro con su diligencia. Rompió Ezpeleta su silencio reposado para advertirle que el dinero del virrey no era de mejor calidad que el de cualquier viandante. Guaduas, sin el señorío de Popayán y Leiva, pue- de emularlas con sus rejas y sus patios en tradición hispana. Un heraldo despachado por el municipio santafereño notificóles la fecha de partida. Los comisionados para el reci- bimiento, don José María Messía y Caycedo, oidor de la real audiencia, y don Marcos Lamar, contador del tribunal de cuentas, que habían delegado en don Ignacio Andrade la comisión de festejos, se pusieron en camino hasta Facatati- vá, en donde dieron la bienvenida a sus excelencias. En Fon- tibón le ofrecieron sus respetos los alcaldes de primero y segundo voto, don Antonio Nariño y don José María Lozano, o, BEA
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