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TEQUENDAMA Resonaban aún los clarinazos de su proclamación como virrey de Nueva Granada, cuando el mariscal de campo excelentísimo don José de Ezpeleta y Galdeano, Dicastillo y Prado (no añado una moldura al frontis protocolario de sus decretos) y su distinguida esposa, doña María Paz Enrile, hija del marqués de Enrile, organizaron un rumboso party of pleasure al salto de Tequendama, distante 20 km. al sudoeste de Bogotá. Antes de que la civilización se empeña- ra en domesticar la espontaneidad de la naturaleza, las aguas del Funza, engrosado por lagunas marginales, se estrangulaban en tortuosa hendidura rocosa, para saltar sobre una cornisa, desde la que se despeñaban, en masa de 120 metros cúbicos por segundo, por una rama parabólica de 140 metros de altura. El agua, vaporizada por la caída, se desataba en sutiles sincromías al estruendo rutilante de la cascada. Según la mitología muisca, los indios, irritados contra el dios Chibchacum, que mantenía inundados sus campos, recurrieron con ruegos y sacrificios al dios Bochica; compa- decido de sus desdichas, hendió con cetro de oro las peñas y por ellas se precipitaron las aguas desde la meseta (2.21 m.) al valle tropical del Magdalena. De no haber sido su cetro tan delgado, hasta de las inundaciones invernizas habría podido liberarles. Hoy esas aguas, represadas en la estranguladura, mueven potentes turbinas. En épocas de muchas lluvias vuelve a resonar el grandioso espectáculo de la catarata. Virrey y virreina invitaron a los más granado de la socie- dad santafereña. Y para que nadie pudiera excusarse, el mis- mo Ezpeleta se preocupó de agenciar las mejores cabalga- duras de silla para las damas. Envió al pueblo de Soacha un equipo de armadores, que montaron tiendas de campaña y una gran enramada entoldada, con colchas de damasco al interior, para la hora del banquete. Precedió a la comitiva, con las luces del amanecer, el cuerpo de cocineros y repos- teros, con el convoy de jamones, pavos, pollos, lechoncillos, botijas de vino aloque, fresqueras de diversos licores, dama- juanas de aloja, dulces, horchatas... Los invitados salieron de Santa Fe a las cuatro de la tarde, gratamente soleadas. Una banda de músicos, dirigidos por Carricarte, incitaba el ligero trotar de las cabalgaduras con sus pífanos, adufes y chi- rimías. Montaban las señoras sobre sillones de terciopelo, chapeados de plata y se tocaban con sombreros cubanos y cendales cubrefaces; los caballeros y galanes, en sillas col- di

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