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Pamplona. A ella acudieron los días 21 y 23 de junio repre- sentantes de la diputación y del ayuntamiento para besarle la mano y rendirle pleitesía por su nombramiento como virrey de Navarra (Gaceta de Madrid, 16 de junio de 1814). Por Pamplona campeaba el guerrillero Espoz y Mina. Un afán, tal vez pretencioso, de deslumbrar a la corte y villa, le había robado demasiado tiempo en preparativos. Si hubiera apresurado su visita al monarca, quizá le habría tenido pre- sente al conferir el puesto de virrey de Navarra. Era ya tarde. Cuando emprendió viaje a Madrid, la amargura le tenía roído el corazón. El, que había sido dueño de Navarra desde 1811, e sus hechos heroicos, se veía desplazado por un advene- izo. Mediado el mes de julio se presentó a Fernando VI!, de quien escribió haber merecido “muy buen recibimiento”. La experiencia le hará morder muchos desengaños. Del prime- ro, comenta en sus Memorias: ”...pero el gobierno de Fer- nando tuvo por más conveniente conferir la capitanía gene- ral de Navarra al conde de Ezpeleta, que, siendo en el año de 1808 capitán general de Cataluña, dejó a los franceses que se apoderasen del territorio de su mando y. consintió que le condujesen a Francia, donde, libre de todo riesgo y trabajo, permaneció todo el tiempo que duró la guerra”. No es que él se creyera superior al conde de Ezpeleta, añade con mal disi- mulado encono; pero había generales más acreedores a ese puesto, como su propio hijo José María de Ezpeleta o su yer- no Pedro Agustín Girón, que habían derramado su sangre por el triunfo de la causa nacional. El tío Francisco que, según confiesa noblemente, se creyó un tiempo superior a cuantos rodeaban el trono real, al ver pasar los días en la corte sin un homenaje nacional, sin un cargo, como el de Ezpeleta o el de Palafox o como el de cualquiera de los ministros de la corona, juzgóse injustamen- te preterido y comenzó a conspirar. Algo se sospechaba en palacio. Francisco de Eguía, ministro de la guerra, trató de prevenir cualquier mal antojo con un decreto, firmado por su majestad el 28 de julio, por el que se disolvían todos los “cuerpos francos” y con ellos la “División Navarra” de voluntarios. Y con el fin de alejar de la corte al guerrillero se le encargaba, entre tanto, contener y castigar las muchas deserciones de aquel su cuerpo de ejér- cito. Espoz y Mina, ignorante del decreto de disolución, cum- plió no por fidelidad a una orden del soberano, sino por sus fines particulares, con la reincorporación de muchos deser- tores. Ezpeleta se dirigió a la corte para la confirmación de su cargo. interinamente, hasta su regreso (1 de septiembre) ejerció Espoz y Mina el mando. Tardíamente se arrepintió de no haber aprovechado aquella oportunidad para sublevarse. No se dignó saludar al virrey en su entrada triunfal de regre- so a Pamplona. El 2 de septiembre llegó a su noticia el decreto de diso- lución de los “cuerpos francos”, firmado el 28 de julio, mas no publicado hasta finales de agosto. El conde de Ezpeleta, con acrisolada diplomacia, invitó al impetuoso aldeano de Idocin a licenciar por tres meses la mitad de su tropa, pues que la guerra había terminado y era ya hora de dar algún ali- vio a los pueblos que venían soportando la carga de los alo- jamientos. Respondió que estaba de acuerdo en aliviar a los pueblos; pero que sus efectivos, como parte del ejército de los Pirineos, dependían exclusivamente del general Aréizaga; A AA ,
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