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mas e inscripciones libertarias que tapizaban las paredes de su biblioteca, su colección de libros subversivos (que en vano trató de salvar el capuchino padre Jijona) y las propias declaraciones del reo convencieron a los fiscales de la mala fe con que había procedido Antonio Nariño; le condenaron, en atención a la piedad del monarca y a las circunstancias del momento, a la simple pena de diez años de presidio en uno de los de Africa, cuando “por el sumo rigor de las leyes pudiera imponerse la pena ordinaria del último suplicio”. Permaneció incomunicado, en el calabozo del cuartel de caballería, desde su arresto en 29 de agosto de 1794 hasta mediado octubre de 1795. Recurrió en repetidas instancias a su majestad, desde Santa Fe (mayo de 1795), La Habana (enero de 1796) y, mediante procurador, desde Madrid mis- mo (abril 1795). Al llegar a Cádiz, en partida de registro, se zafó de sus guardianes y, merced a sus valedores gaditanos y madrile- ños, logró ganar la frontera francesa provisto de pasaporte (“Temas de Cultura Popular, n.? 233). Entre tanto el virrey Ezpeleta, aunque le habían llegado noticias de otros pasquines en el territorio de la audiencia de Quito, trató de convencer al duque de Alcudia que, contra lo que se temió en un principio, aquello no había sido conspira- ción y que, en consecuencia, debería levantarse todo arresto a los remitidos en partida de registro; y, por lo menos, que no se les impusieran penas hasta haber recibido el informe del arzobispo don Jaime Baltasar Martínez Compañón. De los 81 artículos en que este prelado exponía su parecer, copia Ezpeleta el 76, por considerarle el más definitivo. Opi- na el ilustre eclesiástico que las penas debían aplicarse en momento oportuno, porque fuera de sazón podían resultar dañosas; y ese momento había pasado. Más atención mere- cían los servicios prestados por los reos a la corona y su pos- terior conducta y hasta el hecho de que gentes libertinas no habían cesado de tender redes en que prender y cautivar a los incautos. Una demostración de real benignidad, sin des- cartar las medidas de prudencia elementales, podría ser el medio más eficaz para hacerles reconocer, detestar y llorar amargamente sus yerros. Espera que el señor don Carlos IV sea en esto una imagen viva y perfecta del Dios de las mise- ricordias. Corrobora Ezpeleta la petición del arzobispo, porque la paz y tranquilidad con que iban transcurriendo los días en todo el virreinato eran indicio evidente de que todas las ideas y especies inculcadas en los pasquines habían saltado desde fuera y que sólo se pecó por “facilidad, imprudencia y ligere- za en tocarlas y producirlas... Por tanto uno mis súplicas a las de este digno Prelado para inclinar el real ánimo de S. M. a la condonación o perdón de los culpables, en los términos que sean más de su real agrado, según el mérito que sumi- nistren sus causas respectivas”. Nariño y Vargas regresaron a Bogotá en tiempo del virrey Mendinueta; el doctor Rieux, fugitivo de Cádiz al Afri- ca, llegó a ser su excelente colaborador en la lucha contra la viruela. Y al resto de los enviados en partida de registro, con- tra lo escrito por historiadores colombianos, se les dejó en libertad “para continuar sus estudios y profesión, sin nota, y como si no se hubiera procedido contra ellos”. Los agracia- dos fueron el médico francés Manuel Froes; el teniente de milicias José de Ayala; el estudiante del colegio del Rosario, Sinforoso Mutis; el estudiante Enrique Umaña, que huyó de > A
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