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del Rosario, José Celestino Mutis, con su lección inaugural sobre las teorías copernicano-newtonianas, que contradije- ron los maestros de la universidad de Santo Tomás. Moreno y Escandón propuso un plan de estudios en el que el ergotis- mo escolástico se enriquecía con los postulados de Newton y de Pascal; apenas logró sostenerse un lustro al amparo de los virreyes Guirior y Flórez. Los “navíos de la ilustración” transportaban en sus bodegas el cargamento alígero del pensamiento europeo: estudios de física, matemáticas y astronomía y, pese a la estrecha censura inquisitorial, obras de Reynals, Rousseau, Montesquieu y Locke. Con la independencia de Estados Unidos amplióse la propaganda política en forma de hojas volantes, gacetas de Jamaica, relojes; tabaqueras, monedas “con el símbolo de la Libertad Americana”; Ezpeleta, fiel vasallo de su rey, prescri- bio el decomiso, a ciencia cierta de la inutilidad de su empe- ño. Cumplía Órdenes. Más que aquellas incitaciones foráneas a la libertad le alarmaron las reacciones neogranadinas: la fuga del criollo Pedro Fermín de Vargas, corregidor de Zipaquirá, que, en su odisea por Europa, las Antillas y América del Norte, no cesó de exponer sus ideas emancipadoras a las potencias extran- jeras y a sus corresponsales del virreinato; y ciertas veleida- des bogotanas que humeaban conspiración. Uno de los asiduos de palacio, Antonio Nariño, que en calidad de alcalde de Santa Fe había gastado horas y dinero para el mayor esplendor en el recibimiento de Ezpeleta, abu- só de su confianza. Por su cuenta y riesgo y con la clandesti- nidad de lo subversivo imprimió en sus propios talleres la “Declaración de los derechos del hombre”, promulgada por la asamblea constituyente francesa. Cuando en nombre de esa “Declaración” se había llegado al regicidio de un Bor- bón; cuando su majestad católica, por vengar la sangre de su pariente, había entrado en guerra con la Francia republicana, ¿cómo uno de sus vasallos osaba difundir una proclama tinta en la sangre de su dinastía? Al fijarse en forma de pasquines a la puerta de las igle- sias más concurridas, Ezpeleta se hallaba con su familia en la villa de Guaduas (19 de agosto de 1794). El regente de la real audiencia le avisó por correo urgente. Ezpeleta se pre- sentó a marchas forzadas en la capital. Reunió a los magis- trados y encomendó a-tres de ellos (Hernández de Alba, Mosquera y Figueroa y Joaquín de Inclán) una pesquisa general. Llovieron acusaciones de sedición contra los miem- bros de la “expedición botánica”, Sinforoso Mutis, sobrino del sabio naturalista, y Francisco Antonio Zea, futuro corifeo de la independencia; y contra profesores y alumnos del cole- gio del Rosario, por su libertad de lenguaje y por la lectura de ciertas gacetas extranjeras. Y se averiguó entonces que hacía ocho meses que Antonio Nariño había impreso el papel revolucionario en su “imprenta patriótica”. Antes de lanzarlo a la publicidad había corrido entre bastidores. Y cuando los comentarios comenzaron a ganar la calle, le había advertido el cajista Diego de Espinosa del inminente riesgo. A lo que respondió Nariño: “Vuestra merced guarde el secreto de la imprenta, que esto nada importa. Yo res- La confesión de Espinosa ante los oidores de real audiencia, los pasquines de Santa Fe en que se elogiaban las leyes establecidas por la asamblea constituyente, los emble-

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