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deseos y providencias para restablecerlas”. Si se alcanzó un saldo tan favorable que el Nuevo Reino de Granada se bastó para sufragar los propios gastos y hasta dispuso de algún sobrante que remitir a España, fruto fue de una buena admi- nistración y prudente economía, “en que han cooperado los empleados que han servido a mis órdenes”, como Juan Mar- tín de Sarratea, que consiguió reducir al mínimo las pérdidas en la fundición de metales preciosos y acuñación de mone- da. Política muy acertada de Ezpeleta fue su intervención en las cuentas; logró que el tribunal de Santa Fe liquidara los rezagos y que el de Quito, tan desatinadamente manejado que se daban por perdidos más de 700.000 pesos pertene- cientes a su majestad, pusiera orden que los hiciera recupe- rables. Tuvo que destituir a varios oficiales reales, cuando, al posesionarse el nuevo contador mayor, se averiguaron defraudaciones en las cajas quiteñas desde 6.000 a 60.000 pesos; el único ramo que había funcionado con regularidad fue el de tributos, libre de asentistas y arrendatarios particu- lares, encomendado a los corregidores; hasta el año 1793 habían rendido los del citado distrito 1.224.182 pesos. Pres- cindió también de asentistas para el envío del situado de Cartagena, con lo que se venía ahorrando un 50 % de comi- siones en las remesas de oro y un 60% en las de plata. Envió técnicos alemanes a las minas de Popayán y de Pamplona, que se preconizaban muy ricas en plata; y dejó a la explotación privada las de Mariquita, que un tiempo diri- giera el profesor de mineralogía don José de Elhuyar, por considerarlas ruinosas a la real hacienda. Favoreció cuanto le fue posible a los mineros de los riquísimos yacimientos de oro de Chocó y de Antioquia y que por la codicia de los mercachifles vivían en la miseria. Apenas se destinaron a esas minas durante el gobierno de Ezpeleta 20 negros, tanto por su elevado costo (500 pesos la pieza) como por la renuencia del virrey a la real cédula de 1793 que autorizaba la libre introducción de negros por los puertos de Cartagena y de Riohacha. Al socaire de la nueva licencia, el contrabando se hacía inexpugnable. Como el soberano persistiera en la determinación tomada, optó Ezpe- leta por el silencio y por un política, más efectiva y menos costosa, de vigilancia. Prescindió de la fragata guardacostas, por excesivamente gravosa, y poco apta para evolucionar por calas y ensenadas y armó balandras y goletas a cargo de la marina real, en la costa del Darién, en dea Marta, Rioha- cha y bocas del Atrato. Uno de los productos que, singularmente desde los días de Guirior, se había procurado defender con más empeño, fueron las harinas; por fomentar la navegación nacional, había autorizado su majestad el transporte, a los dominios americanos, de harinas españolas y extranjeras. Arguye Ezpeleta en sus representaciones a la corte que hay otros efectos y géneros de comercio con que puede prosperar la industria náutica, sin necesidad de hacer esa competencia ruinosa a la agricultura neogranadina. Sus disposiciones sobre el comercio ilícito forman un grueso volumen, en el que no faltan cartas a los prelados para que den a entender al pueblo “desde el confesonario y el púlpito, la criminalidad inseparable del contrabando”. Mal tan grave no podía cortarse sin medidas extraordinarias, que, según expuso en diversas ocasiones al monarca, exceden las facultades de un virrey. Si la exportación de caudales durante el quinquenio

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