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nado de la sociedad y del saber neogranadinos. Con el matri- monio Ezpeleta pareció resucitar la olvidada elegancia ética, la serenidad política y el optimismo de la vida, perturbados por la rebelión de los comuneros. : Al virrey acuden los indios de Guasca contra su cura don Eusebio Rodríguez de Arellano, por su trato cruel; y los de Coyaima, contra el doctrinero don Luis Ignacio de Torres, por su extracción y venta de ganado; y los de Cravo, contra el nimiamente celoso don José Valdés. El virrey, de acuerdo con el arzobispo don J. Baltasar M. Compañón, organiza las misiones de andaquíes y yariguíes y remite herramientas, machetes, lienzos, bujerías y enseres a don Agustín de Sierra y a su sucesor en la reducción de los chimilas a la cultura y a la fe cristianas, don Juan de la Rosa Galbán. Hasta el obispo de Quito, reverendo don Víctor José Pérez Calama, recurre al virrey Ezpeleta, como a vice patrono de las iglesias, para que haga cumplir con su obligación a los curas que con facilidad abandonaban o desatendían sus parroquias. De acuerdo con el mismo arzobispo bogotano acometió la obra de un nuevo hospicio de pobres, según los planos del ingeniero Esquiaqui: en él se refugiarían, con la normal separación, hombres y mujeres sin recursos, mas no en plan de asilo sino de recuperación: trabajarían en talleres, para los cuales pidió a Europa máquinas de tejer, de hilar y de desmotar algodón y puso al frente de ellos a personas exper- tas. Como las rentas virreinales no alcanzaran ni para el nudo presupuesto de obra, nombró Ezpeleta, entre los asi- duos a las tertulias de palacio, comisiones de cuestación; dio el ejemplo con su persona y con su sonrojo, pues que uno de los ricos mercaderes, persona honrada y hasta piadosa, le negó la limosna a sus propias barbas, no más que porque su mano izquierda no supiera lo que hacía la derecha; pues que inmediatamente envió a la virreina, por intermediario, no menos de 100 pesos. Al hospicio de pobres aplicó el 10 % de la lotería y a la obra de los hospitales el impuesto sobre el aguardiente, que a la sazón constituía la renta más pingúe del real erario. Quedó prohibida la mendicidad: al pordiosero o vaga- bundo que sorprendieran los alguaciles se le empleaba, a ración y sueldo, en las obras de utilidad pública, como el empedrado de Bogotá, eficazmente emprendido en el año 1790; la reparación del puente grande, que encomendó al oidor don Pedro Groot; la construcción del llamado “puente del común” o de Chía, sobre el río Bogotá, en que también colaboraron los presos comunes. Fue este puente (planos de Esquiaqui) orgullo de la capital, por macizo, útil y elegante. La inscripción, que pervive con el puente (hoy fuera de servi- cio), lo revela: “Reynando la Magestad de el Señor Dn. Car- los IV y siendo Virey de este Nuevo Reyno de Granada el Exmo. Señor Dn. Joseph de Ezpeleta y Galdeano se cons- truyó esta obre del Puente y Camellones en 31 de Diziembre de 1792”. Costó 100.000 pesos, a cargo del impuesto del camellón que se venía cobrando, para obras públicas, desde los tiempos del virrey José Pizarro. Por el “puente del común” traficaban con la capital ciudades y villas tan prós- peras como Tunja, Zipaquirá, Vélez, San Juan Girón (su oro fluvial, de 23 quilates y 3/4 de grano), Socorro, Sogamoso. La reforma del palacio virreinal puede darse por termina- SS el año 1791, fecha que merece marcarse con piedra anca. Ns
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