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(desde que en 1762 le nomuorara el presidente de Chile Guill y Gonzaga, hasta su muerte en 1782), el mejor par- tido, según se decía, para la novia más ambiciosa; don Manuel de Alday, obispo de la capital, debelador indoma- ble de la inmoralidad y víctima financiera de la peste que en 1779 se cebó principalmente en las gentes pobres y desabrigadas; don Amborsio de O'Higgins, prestigioso mi- litar, marqués de Osorno y futuro virrey del Perú. Definióse aquella peste o «malcito» como calentura pútrida que mataba a muchos en tres días y se atribuyó a las grandes inundaciones del Mapocho durante el in- vierno. No menos podía atribuirse a los miasmas infec- ciosos de las charcas y zonas pantanosas o a los rimeros de detritus e inmundicias que singularmente en los barrios extremos llegaban a la altura de los tejados. Con los recursos - del obispo Alday, del gobernador Jáuregui, de las temporalidades o bienes de jesuítas expulsos y con los donativos de los particulares pudieron prestarse las atenciones más perentorias en dos improvisados hospitales (uno de hombres y otro de mujeres) a unos 4.000 enfer- mos, durante los cinco meses que duró aquel flagelo. Grandes fueron los estragos entre los indios araucanos, pese a su dispersión y a su lejanía de los centros urbanos. BANDO DE BUEN GOBIERNO Cometeríamos injusticia flagrante si atribuyésemos al presidente, gobernador y capitán general todas las obras de interés público realizadas durante su mandato. Pero mérito suyo fue haber respaldado con su autoridad y su confianza al principal promotor de todas ellas, el corre- gidor Zañartu, y haberse comprometido con tanta valentía en garantizar el orden y la paz con los araucanos, y la defensa costera contra los ataques corsarios de la escua- dra británica. Contrastaba el porte honroso, la conducta disciplinada y la noble distinción de las clases pudientes de Santiago, con el vivir pendenciero y tabernario del pueblo bajo, mes- tizo o cholo, en huelga permanente por necesidad de cesantía o por personal devoción. Eran sus costumbres por aquellas fechas «una mezcolanza inmunda de disolución y de ebriedad, y más que esto, de impávida e incorregible ratería», que traía consternadas a las ge más hono- rables (V. Mackenna). Con fecha 7 junio de 1773 pregonaba el presidente Jáuregui su Dando: de buen bierno: Notando que cada día crece el número de los delin- cuentes, viciosos y vagabundos entregados a la embria- guez y a todo género de delitos que deben extinguirse de raíz», manda fijar una horca permanente en la plaza para terror de los criminales y establece penas de notoria se- veridad contra los asesinos, cuatreros y borrachos y has- ta contra los gariteros, porque las casas de juego se equiparaban en su estimación a ladroneras. Al ladrón re- incidente se le marcaba la espalda a fuego, según dispo- sición anterior (año de 1762); pero al tercer hurto se le colgaba de la horca. Al que se sorprendiera con armas blancas, se le daba un paseo por la ciudad sobre bestia de albarda y a voz de pregonero y se le condenaba por cn Pi
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