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y Larecaja y bañado en sangre el de Oruro. Por el virrei- nato de Lima acudieron Del Valle y Ramón Arias y por el de Buenos Aires Flores, Reseguín y Segurola. Pero a Del Valle desertaban los indios fieles, fatigados por las mar- chas y angustiados por sus familias y sus haciendas. La amenaza británica a las costas chilenas tampoco era acci- dente desdeñable. Y como cualquier indio se constituía en jefe y cualquier jefe hacía de sus indios luchadores teme- rariamente suicidas, gestionó Jáuregui, valiéndose especial- mente del obispo Moscoso, que había logrado mantener alguna correspondencia con el principal de ellos, Diego Cristóbal Tupac Amaru, concertar una paz duradera por un indulto general del cual no se excluyera ni a los ase- sinos. Lo promulgó el 13 de septiembre de 1781, el mismo día en que era descuartizado, a muchos kilómetros de Lima, uno de ellos: el llamado Tupac Catari, Julián Apasa. Tras insistente forcejeo diplomático, en que se ofre: cieron a los rebeldes toda suerte de garantías, logróse que Cristóbal Tupac Amaru, sucesor de José Gabriel en la jefatura, jurase fidelidad al rey de España en la iglesia de Sicuani un 27 de enero de 1782. Areche protestó en reiteradas representaciones al secretario Gálvez por el ceremonial solemne con que se había recibido la abju- ración del rebelde y su séquito, en presencia del inspector Valle y del obispo Moscoso; por la pensión de mil pesos mensuales que se le señaló sobre las Cajas Reales de Cuzco (600 pesos a Mariano Tupac Amaru y a Andrés Men- digure) y hasta por el indulto mismo. Pretende algún autor americano que el indulto gene- ral de Jáuregui no fue sino «un perdón metódico hasta poder encontrar un pretexto por el que condenar legalmen- te a Diego Cristóbal». Tal aseveración supone ignorancia crasa o innoble malicia. Cuando el virrey Jáuregui pro- mulga su perdón general pone en guardia, con el mayor apremio, a todos los jefes militares y corregidores para que se observe en todas sus cláusulas sin mudar tilde y para que garanticen con sus subordinados el entero cum- plimiento; manda que se excarcele a cuantos se hallen arrestados por haber participado en aquellas conmociones y escribe al virrey Vértiz y al comandante Flores para que se proceda en el virreinato de Buenos Aires con la misma generosidad e indulgencia. A Diego Cristóbal requiere pa- ra que exponga libremente todas sus querellas y le pro- mete suprimir todo vejamen y cumplirle la promesa con la misma fidelidad que guardó con los indios de Chile. Y con exultación incontenible refiere a Carlos Ill los gratísi- mos frutos de paz y tranquilidad que con aquel indulto se venían cosechando. Si Mata Linares condenó a muerte a Diego Cristóbal con dieciocho de sus cómplices, no fue por razones de conveniencia política, sino por la evidencia resultante del largo proceso: que si para alguien fue pretexto aquel per- dón fue para dicho Cristóbal Tupac Amaru, que buscó a su sombra preparar con mayor eficacia una nueva insu- rrección. La propia fatiga de los nativos fue causa de su fracaso. Por reincidente mandó Mata Linares aplicarle, an- tes de hacerlo ahorcar (19 de julio de 1783), un fiero tor- mento: el tenaceo de las carnes desnudas con hierro ru- siente. Cuando se estaba formando la causa a Diego Cristóbal, reventó en la proximidad de la capital limeña, en Huaro- chiri, otro sarpullido sedicioso, al que el añoso Jáuregui aplicó rápido y eficaz cauterio. e ic

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