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la impaciencia del corregidor, don Fernando Cabrera, mu- rieron a manos de unos 20.000 indios (otros reducen a 6.000) y unos 400 mestizos, los primeros y quizá más no- bles voluntarios de milicias reclutados en Cuzco. La anti- gua capital, a pocas leguas del suceso, se conmovió toda: de alegría mal disimulada en los muchos indios que forma- ban la mayoría de la población; de consternación en las au- toridades civiles y eclesiásticas y en los no contagiados. Su corregidor, Valdés Inclán, formó inmediatamente una Junta de Guerra. El obispo diocesano, don Manuel Moscoso y Peralta, autorizó a su clero para que tomase parte ar- mada en la defensa y contribuyó personalmente con más de 12.000 pesos. Las órdenes y contraórdenes de la Junta de Guerra debieron de ser tantas, y por consiguiente la confusión tan caótica, que nadie duda en el triunfo arro- llador de Condorcanqui de haber intentado el asalto al Cuzco inmediatamente. Inexplicablemente, y contra las rei- teradas instancias de su mujer, Micaela Bastidas, hizo volver grupas a su caballo blanco de jefe inca y se diri- gió a las provincias meridionales de Lampa, Azangaro, Chumbivilcas. Quizá esperaba que sus leales cuzqueños se insurreccionaran dentro del recinto murado y le entregaran la plaza sin combate; quizá deseaba establecer contacto con los Tupac Catari, caudillos de la rebelión en las pro- vincias septentrionales de Buenos Aires, para acometer un ataque conjunto; o tal vez, según declaró él mismo días antes del asalto, porque deseaba engrosar sus fuerzas que, de 20.000, según presumía, habían crecido a 60.000 volun- tarios en línea de combate, es decir, en turba india de cho- que. Pero si con sus correrías y sus soflamas había ati- zado el fuego a lo largo de 300 leguas, de él se habían librado enclaves tan decisivos como la ciudad de La Paz, defendida por el comandante don Ramón Arias y la villa de Puno no menos heroicamente resguardada por el genio improvisador y por el arrojo de su corregidor el criollo don Joaquín Orellana. Entre tanto, la ciudad de Cuzco, que apenas disponía de cien fusiles, había recibido valiosos refuerzos de las provincias vecinas de Abancay, cuyo co- rregidor, el prestigioso teniente coronel “Villalta se hizo cargo de la defensa; de Urubamba, con el comandante de caballería marqués de Rocaforte; de Paucartambo, de Pa- ruro; y la adhesión tribal de los caciques vecinos de Anta, Chincheros y Rosas, cuya intervención, por aquello de ser cuña de la misma madera, fue de inapreciable consecuencia. Tras un mes de borrachera triunfal (no de chicha ni de sangre, aunque tampoco faltaran víctimas) y de incendios y depredaciones, que, según el obispo Moscoso, no per- judicaron por menos de dos millones de pesos, y después de haber inundado las provincias del alto Perú con diplomá- ticos edictos sobre la total liberación de alcabalas, tri- butos, obrajes y obvenciones de curas, determinó por fin José Gabriel Condorcanqui (Pucará, 14 de diciembre de 1780) dar el asalto definitivo a la capital incaica. Y así lo hizo saber, por correos secretos, a algunos de sus vecinos más conspicuos, en cuya fidelidad y cooperación tenía al- guna esperanza. Pero, organizados los batallones de mili- cias y el de eclesiásticos, extremada la vigilancia y barrica- dos y artillados los principales puntos de acceso, apenas quedaba brecha para la traición. Agazapados en la metahisto- ria continúan aquellos presuntos conspiradores. La noticia de lo acaecido en Sangarará llegó a Lima el 24 de noviembre. El virrey Jáuregui reunió inmediatamente al Real Acuerdo, al visitador general Areche y al inspec- a
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