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TRIUNFO Y CAIDA DEL HALCON El día 4 de noviembre de 1780 celebraron la onomástica de Carlos lll, en banquete de cordialidad, el corregidor don Antonio de Arriaga, coronel de milicias, el cacique don José Gabriel Condorcanqui y el sacerdote criollo, doctor Carlos Rodríguez (cura de Yanacoa) que hizo de anfitrión. Cuando en el camino de regreso se despedía Arriaga de su antiguo amigo el cacique Condorcanqui, saltaron sobre él indios y mulatos que estaban apostados tras un talud, lo maniataron y se lo llevaron sobre una bestia de albarda, al pueblo de Tungasuca. El cacique José Gabriel Condor- canqui le encerró esposado, le obligó a escribir o a fir mar varias circulares convocatorias a sus subordinados, oficiales de las Reales Cajas, y, en nombre del rey de España, le condenó a muerte. | Provisionalmente diremos que el corregidor gozaba de una jurisdicción más amplia que un gobernador civil mo- derno, puesto que a su representación política añadía la judicial y la de recaudación de tributos. Los caciques so- lían ser los principales auxiliares en las dos últimas funcio- nes. Se sospecha que había habido algunos piques entre Arriaga y el cacique de Tungasuca por pesos más o menos. Tales piques no son parte a explicar semejante golpe de audacia. Y menos en nombre de Carlos lll. En vano pre- tendía Arriaga que le mostrara una real orden inventada por el raptor. Los siete escribanos de Tupac Amaru (sujetos cobardes por él atrapados) se desojaron durante aquella semana anunciando a caciques, criollos, indios y mestizos la prisión del corregidor Arriaga, de orden de S. M., e intimándoles su comparecencia en Tungasuca sin pérdida de tiempo. Era voluntad del rey de España acabar con aquél y con todos los demás corregidores, que como cocodrilos les venían comiendo vidas y haciendas. El día 10 de noviembre condujeron a don Antonio de Arriaga, con escolta de indios y esposado, desde su en- cierro a la plaza de Tunganuca; le despojaron de sus insignias militares y por medio de su antiguo esclavo, el negro Antonio Oblitas, le dieron muerte de horca (entre aplausos delirantes, según algunos cronistas). En la ciudad de Tinta, residencia del corregidor ahorcado, se proveyó el rebelde de unos 30.000 pesos (22.000 del ramo de tri- butos), de 75 fusiles y de todo el ajuar y vajilla de Arriaga. Con crecido número de indios y no tantos mestizos, se puso en campaña con ánimo de conquistar la capital in- caica y de coronarse en el Gran Paititi. Aunque mandara destruir algunos obrajes como el de Pomacanchi, cuyas piezas de tejidos repartió entre sus indios, y saquear las casas y haciendas de los corregidores huídos y de los chapetones que no se las rindieran voluntariamente, nunca aprobó ciertas demasías de sus incondicionales, que ape- nas distinguían sino el color de la piel. Sus protestas y medidas represivas, nunca rigurosas, acabarán por enaje- narle la simpatía secreta que pudieran abrigar ciertos blan- cos no chapetones. Matanzas como las de Chumbivilcas, Asillo, Oruro, Orurillo, Chucuito, ejecutadas en las gentes de piel blanca o de traje a la europea, por grupos de otros jefecillos, apagarán toda ilusión autonomista en confabula- ción con un indio, por muy atahualpa que fuera. Prefieren esperar su hora. El primer choque con las fuerzas realistas tuvo reso- nancia cósmica: Sangarará (18 de noviembre de 1780). Por Ms
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