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por vez primera fue el capitán Wallis el año 1767. El he- cho es importante, no sólo por la valoración que Jáuregui le da en su correspondencia, sino porque ha prevalecido, con una inercia irritante, la tesis de Cook. En 1603 había puesto pie en Tahití el piloto español Fernández de Quirós. REVOLUCION DE TUPAC AMARU Es difícil establecer conexiones entre nuestra enemiga Inglaterra y la terrible sedición que conmovió el alto Perú a los pocos meses de la toma de posesión del nuevo vi- rrey. Opina Jáuregui que no hubo participación extranjera, aunque se haga mención de algún rubio exótico y aun cuando merodearan por aquellas aguas, más que de cos- tumbre, las naves inglesas. Informes los tenían en Londres desde tiempo atrás. Informes sobre el descontento de los criollos y mestizos y sobre la debilidad de nuestro sistema defensivo, desde los días del marqués de Corpa, partida- rio del archiduque don Carlos, y desde las memorias de los almirantes Vernon y Ason. Jorge Juan y Antonio Ulloa habían consignado en sus Noticias secretas las declaracio- nes de muchos criollos, incluso eclesiásticos: «con tal de que los ingleses dejasen vivir en la religión católica, sería telicidad para aquellos países y la mayor que sus mora- dores podían apetecer que esta nación se apoderase de ellos». Tampoco ignoraba Inglaterra las sediciones preceden- tes: la de Juan Santos Atahualpa en el Cerro de la Sal (1742-1761), la rebelión limeña de 1750, la conmoción del Cuzco, Arequipa, La Paz y Cochabamba en enero de 1780. Y estaba al tanto de la que desde hacía por lo menos cinco años venía fraguando el que en sus edictos se fir- mará Tupac Amaru Inga, alias, José Gabriel Condorcanqui. Y los jesuítas expulsos, singularmente el llamado abate Viscardo en sus cartas al cónsul inglés de Liorna, no fue- ron ajenos a tales informes. El padre Fulong llega a asegu- rar que Viscardo había sido compañero de colegio del fa- moso rebelde Condorcanqui, el que se firmaba Tupac Ama- ru Inga. En carta de 26 de octubre, ocho días antes del golpe de mano de Condorcanqui, responde Jáuregui a Gálvez que está prevenido sobre la noticia que le remitieron desde la Corte; y en la de 21 de noviembre, cuando la revolución está en marcha, que por correo de la fragata Azumaca, re- cién fondeada en Montevideo, constaba haber fondeado veintidós navíos ingleses entre Riojaneiro, Isla Grande y Santa Catalina. Fue aquella revolución la más terrible desde la pacificación de La Gasca en el siglo XVI. Como un in- cendio gigantesco amenazó reducir a pavesas la obra civi- lizadora de dos siglos, partiendo desde Tinta, AA. Azangaro, hasta Larecaja, Jujuy y Tucumán. Por suerte, la corriente desencadenada por los Condorcanqui y los Ca- tari vino a crear un campo de resistencia, y no de atracción magnética, frente a aquella otra que fluía de la que se ha llamado primera declaración de la independencia ame- ricana: la carta al pueblo americano, del abate Viscardo. José Gabriel Condorcanqui, cacique de Pampamarca, Tun- gasuca y Surimana, había porfiado vanamente en la Real Audiencia de Lima para que se le reconociese oficialmente su progenie incaica. Dícese que procedía de una hija ile- gítima del último Tupac Amaru, aquel don Felipe al que ie

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