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Como permaneció inalterable la organización de las mi- licias, que exigió de Jáuregui prolijos estudios. Comenzó por imponer multas a los indisciplinados (bando de 17 de junio de 1773): 25 pesos y pérdida de sus caballos a los oficiales del batallón de comercio que no asistieran debi- damente uniformados a las procesiones del Corpus y del señor Santiago; 10 a los gremios y 5 al simple miliciano. Todo individuo libre, desde los 15 a los 45 años, es- toba obligado a servir en las milicias, salvo los eclesiás- ticos, jueces, abogados, notarios, procuradores, médicos, boticarios, sacfistanes, maestros y administradores del real tesoro. Organizó en Santiago los regimientos de caballería «El Príncipe» y «La Princesa», de 600 hombres cadá uno, a las órdenes respectivas de los coroneles conde de la Conquista (don Mateo Toro) y don Agustín de Larráin, y uno de infantería, «El Rey», de 800 plazas; y reorganizó el batallón de comercio y el de artesanos, llamado también de pardos o mulatos. Con los cuerpos de infantería y ca- ballería de milicias que fue instituyendo y reformando en otras diversas localidades llegó a completar un total de 15.856 plazas en todo el reino de Chile. Aunque solamente los de Santiago y Concepción estu- vieran regularmente equipados y medianamente instruidos, prestaron todos ellos útiles servicios. Los corregidores se servían de aquellos milicianos para perseguir a los ladrones de ganados y de haciendas y a los salteadores de caminos, para custodiar las cárceles vecinales y para conducir presos a la horca o a los pre- sidios de Valdivia y Juan Fernández. Y los comandantes de frontera, para contener las depredaciones de los indios pehuenches. POLITICA INDIANA No parece inquietaran al presidente Jáuregui las teorías jurídicas sobre nuestros dominios americanos. Sus habi- tantes, criollos, indios, mestizos o mulatos eran, como los de España, vasallos de su majestad Carlos lil. Pero por temperamento, por formación religiosa y hasta por hombre del siglo de la Ilustración, prefirió con los indomables araucanos la política civilizadora al empleo de las armas. No pocos historiadores han calificado de quimera utópica aquellos sus afanes por reducir a cultura y policía a aque- llos belicosos pehuenches y araucanos, hostigadores im- penitentes de ganaderos y agricultores en sus malocas o correrías. Con fecha 31 de marzo de 1774 informaba el goberna- dor Jáuregui al ministro de Indias, fray Julián de Arriaga, sobre su proyecto de invitar a los caciques araucanos a enviar embajadores que residieran en Santiago. En hecho de verdad eran simples rehenes, aunque bajo la máscara de voceros permanentes de sus querellas contra los de- legados gubernamentales. Rectifico: eran lo uno y lo otro, porque en aquel presidente no cabía la farsa. Cada uno de los cuatro butalmapus o distritos enviaría un cacique de su entera satisfacción, el cual podía hacerse acompañar de su familia y servidumbre. Y todo por cuenta de las Cajas Reales. A

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