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PA horas. Los cirujanos darán parte al alcalde de cuartel, luego de «tomar sangre» a la víctima; y los alguaciles recorrerán los hospitales para comprobar si ingresaron heridos sin denuncia. No fueron policía y beneficencia los únicos empeños de aquel honrado gobernador. Por su singular valimiento pudo un cierto Jesús Rubio mantener en Santiago concurri- da campaña teatral, desde Navidad de 1777 a carnestolen- das de 1778, pese a los recelos de inmoralidad que opu- sieron las autoridades eclesiásticas y al temor de inútiles despilfarros que preocupaban tanto al obispo Alday. Por su celo e iniciativa se montó una academia de leyes y de práctica forense para postgraduados universitarios: la Aca- demia regia carolina chilensis. Jáuregui se erigió en pro- tector del nuevo convictorio o Colegio carolino, que debía reemplazar al antiguo jesuítico de san Francisco Javier. En su discurso inaugural (3 de abril de 1778) decía dan Ambrosio de Cerdán y Pontero, delegado de don Agustín de Jáuregui: «Este gran reino, cuyos sucesos han excitado en todos tiempos las atenciones de los soberanos, mira en este día abierto de par en par el templo de Minerva, y por un dichoso acrecentamiento se reconoce elevado al colmo de la más cumplida perfección». Por inexplicable paradoja en gentes que fundían sus inquietudes de «ilustrados» con el odio a los expulsos jesuítas, aquel convictorio o co- legio continuó en sus programas la vieja rutina de lati- nes, filosofía y teología. Fue también don Agustín de Jáuregui el que compro- metió al célebre ingeniero Toesca, llegado a Santiago para las obras de la catedral, en los planos y maqueta de la Casa de la Moneda, inaugurada el año 1796; como super- intendente de las obras nombró al vizcaíno Bernardino de Altolaguirre. Mérito suyo es asimismo que los médicos pasaran «de esclavos a señores, de mendicantes a capitalistas», al fijar un arancel decoroso que se mantuvo hasta los pos- treros años del siglo XIX: por visita ordinaria, cuatro rea- les; por las visitas mocturnas, un peso desde las 10 a las 12, y doce reales desde las 12 a las 6 de la mañana; 6 reales por cada legua de ida y otros tantos por la de vuelta; un peso por operaciones comunes y 3 por las extraordinarias; cinco pesos por parto de dama pudiente y 2 pesos por la de «medio pelo» y por parto de una esclava... La misma obsesión, entre sanitaria y urbanística, ins- piró aquel bando por el que se prohibía verter basuras en la Cañada, en donde «las inmundicias emparejaban el techo de las casas» y causaban aquellas epidemias y fie- bres malignas con el recalentamiento por las brisas meri- dionales. El promovió el empedrado de las calles, por al- guna de las cuales, como la de Santa Ana, no se podía transitar ni a caballo de tan empantanadas; la rivalidad entre los vecinos Francisco Sánchez, que con el producto de las canchas de bolas se había comprometido a tan ur- gente urbanización, y un Julián Gómez que se ofreció a realizar la obra por cien pesos menos, enredó en expe- dientes aquel proyecto. Pudo en cambio realizarse, por los empeños del gobernador Jáuregui, la alameda nueva de Santiago, desde el puente nuevo al convento de San Pablo. Sería sacrificado todo animal que la dañara. In- fortunadamente, el Mapocho, devorador impetuoso de ma- lecones y tajamares, hizo de ella, en uno de sus desbor- damientos, páramo y muladar. a
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