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cuatro años a trabajos forzados en cualquiera de las obras públicas que dirigía el corregidor Zañartu: el puente de cal y canto sobre el río Mapocho (puente de once ojos), el canal de Maipo, la conducción de agua a la ciu- dad o los tajamares, aún hoy en servicio, que van desde el puente de ladrillo hasta san Pablo, en la capital chi- lena. Todavía en el siglo XIX continuaba gimiendo por las calles el carretón de los borrachos, en que el gober- nador Jáuregui había dispuesto fueran llevados a la cárcel pública y allí retenidos con grillos y cadenas por al- gunos días los sorprendidos en situación tan arriscada. . La única policía nocturna eran los perros, a los que se daba suelta al toque de queda, anunciado por la cam- pana a las nueve en invierno y a las diez en verano. Hasta el noble sorprendido en callejeo después de esa hora penaba con ocho días de cárcel su alegría nocher- niega; y la compañera de cotilleo, si resultaba sospechosa, era internada en las «recogidas», hogar fundado por el propio don Agustín. Mas como los perros solían cebarse en los cadáveres que para su identificación se depositaban al amanecer junto a las puertas del cabildo, prohibió Jáu- regui aquella exhibición funeraria. En otros usos, aunque menos macabros no menos rusti- canos, hubo también de poner enmienda: en la donosa costumbre que mantenían los sepultureros de sembrar las calles públicas con los restos de féretros y de trapos que aparecían al abrir nuevas fosas; en los penitentes que, envueltos en blancos sudarios, acompañaban las pro- cesiones y se entretenían luego en dar sustos a los tran- seúntes o servían de disfraz a ladrones profesionales; en las pendencias rufianescas a que con frecuencia daban lugar las tabernas o pulperías. Precisamente por causa de éstas, es decir, por la contribución de alcabala a que intentó sujetarlas el contador mayor don Silvestre García, estuvo a punto de estallar un temible motín popular. Jáu- regui, con serena astucia, admitió el parlamento abierto que reclamaba la plebe, pidióles que nombraran sus co- misionados y con ellos arregló el conflicto sin extorsiones ni violencias, cuando habían amenazado con quemarle la casa. No menos diplomacia demostró con aquellas damas y sus hijas, prontas a una sedición, porque los importa- dores habían subido de dieciocho reales a tres pesos la arroba de yerba mate, con que ellas solían desayunarse. LABOR HUMANITARIA De la bondad natural de Jáuregui, que algunos inter- pretaron en ocasiones flaqueza, y de su religiosidad sin- cera, nacían no sólo aquélla su obsesión por la moralidad de costumbres, sino aquélla otra por el amparo del social- mente débil: el militar, el enfermo sin recursos, el encar- celado y el indio. Muchas de las citadas pulperías se habían adjudicado, como única solución de vida, a viudas de oficiales muer tos en campaña. Jáuregui, capitán general de Chile, em- prendió, en colaboración con Ambrosio de O'Higgins, una radical reforma de los cuerpos de infantería, artillería y caballería, con reducción de plantillas y aumento sustancial

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