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los demás. Viene la lectura de las Constituciones y el Ma- nual donde se establecen reglas sobre el modo del mantener la cabeza, las manos y los pies, maneras de andar, de sen- tarse, y estar en pie; reglas para comer, beber y dormir, reglas para la lectura, escritura y oración. Todo lo que hace un novicio está regulado por directrices particulares, y también hay reglas sobre lo que no puede hacer un novicio. Y esto es común a todos los noviciados, desde San Benito en Montecasino o los monjes de Leyre y Urdaspal cerca de Burgui, visitados por San Eulogio, año 848, hasta nuestros días, en que los novicios pueden ver por televisión los toros de San Fermín, los festivales de la Jota de Tafalla, una audiencia del Santo Padre o un Con- greso Eucarístico. En aquellos años de 1737 no existían tales adelantos, y los novicios se ejercitaban en el estudio de las Consti- tuciones, en pequeños trabajos, con sus horas de recreo, de oración, de lectura, en silencio, que aunque no es una virtud, ayuda muchísimo a la virtud. Todo esto bajo la di- rección del maestro, que lo era por esos años un riojano, el P. Adrián de Autol, cargo que desempeñaba desde 1729, debiendo pesar y sopesar, regir y corregir su grupo com- puesto de caracteres diversos. Había novicios que por su porte, su modo de andar, el modo de girar su cabeza, tenían el complejo de mandar, y había que frenar sus impulsos, para después enviarlos a las misiones de Maracaibo (Vene- zuela), donde ejercitarían sus impulsos con la instauración de la agricultura en la tierra virgen, de cooperativas, cría de animales domésticos, escuelas y capillas, rebaños, mulas y piraguas, para el trasporte de productos, para mantener la misión y promover a los nativos a una vida cristiana. Aquello era un mentís al aserto de «frailes holgazanes». Había otros novicios hechos para obedecer, hechos para el convento y el convento hecho para ellos; almas puras, buenas, pero encogidas; si hubieran quedado en el mundo, el mundo los habría triturado y atropellado bajo sus talones. A estos había que darles ánimo y fuerte impulso, para ser alguien en la vida, y no contentarse con ser algo nada más, Existía un tercer factor: la comunidad formada por reli- giosos graves, algunos de ellos misioneros en Venezuela, que formaban la tradición, el culto y la valoración del pasado que ayuda a construir el presente, mirando al futuro. Viejos en años, viejos en la vida, viejos en el amor de Dios, viejos en la imitación de Francisco de Asís. El tiempo había arrugado sus manos, blanqueado sus barbas y encorvado sus hombros, pero sus ojos brillaban con un fulgor vivo, tan vivo, que atraían la atención de los novicios. Después de haber corrido mundos como Javier, volvían al noviciado a ser ejemplo de los jóvenes y a mantener el espíritu misional Sus almas resplandecían como ventanas abiertas que se asomaban a las pupilas para mostrar su fulgor, repitiendo la máxima de Javier: Señor, yo te amo, porque Tú me amaste primero. Ellos representaban el alma y la columna vertebral del convento; habían cumplido con su deber misional y ha- bían dado lo que debían dar; ahora servían de ejemplo a los jóvenes. Fray Tomás se sentía atraído por ambos grupos: el de los novicios jóvenes que tenían mucha vida por delante y muchas ilusiones, y el de los frailes de la comunidad, de edad madura, que habían conocido el Nuevo Mundo, estaban os

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