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ron a implorar la protección de la Virgen. Los cronistas ha- blan de masas de treinta mil personas. El esperado milagro se produjo al aparecer la jovencita lorenesa de dieciseis años, Juana de Arco. Vestida con ar- madura de guerrero, la doncella se presentó al Delfín, poniéndose al frente de las tropas. Orleáns fue liberada del cerco inglés. Sucediéronse las victorias hasta que la he- roína nacional cayó prisionera en Compiégne, vendida a los ingleses y quemada viva en Ruan. Los patriotas france- ses atribuyeron los éxitos de Juana de Arco a la protección de Santa María de Rocamadour. Con el transcurso del tiempo establecióse en fecha fija el jubileo extraordinario del Gran Perdón, celebrándose en los contadísimos años en que la festividad del Corpus Christi coincide con la de San Juan Bautista (24 de junio), circunstancia que se da únicamente una vez en cada siglo (1451, 1546, 1666, 1734, 1886, 1943, 2.038). Decadencia y renacimiento. Las calamidades de la gue- rra de los cien años, magistralmente descritas por Paul Claudel en su drama «L'annonce fait á Marie», debilitaron el movimiento de masas hacia el santuario. Las guerras de religión después, iniciaron el ocaso de las romerías. En el siglo XVI, los hugonotes depredaron los tesoros de las ca- pillas de Rocamadour, demoliéndolas en parte. En la centu- ria siguiente, los canónigos de esta iglesia y el obispo de Cahors, Mons. Bardou, repararon las ruinas y ampliaron los edificios. A pesar de todo, la revolución francesa vino a poner un punto final en el declive de la devoción popular a la Virgen Negra del Quercy. Sobre los abandonados edi- ficios conventuales empezó a cundir la ruina. En 1829 un solitario rezaba en la iglesia desierta. Era el P. Caillou, perteneciente al grupo de sacerdotes de la «Mission de France». Víctima de un violento surmenage a los 31 años, se hallaba retirado en aquel desierto, des- cansando para recuperar la salud corporal perdida, pidién- dola a Nuestra Señora. La semblanza de este dinámico mi- sionero nos lo describe como un hombre de «una gran fren- te que apenas sombreaban escasos cabellos, nariz larga y curva, al modo borbónico cubriendo los labios, ojos gran- des, inmensos, afables, un cuerpo delgado y consumido, con fuerzas apenas para mantener el alma». El P. Caillou obtuvo pronto la salud. Al regresar de un viaje a Roma en 1832 quiso demostrar su agradecimiento a la Virgen protectora comprando parte de las antiguas forti- ficaciones, totalmente abandonadas, y construyendo una casa para los misioneros. Muy pronto se le asoció otro com- pañero, el abate Bonhome. Ambos iniciaron con entusiasmo una campaña para renovar el esplendor del culto a su Vir- gen. Al poco tiempo eran ya tres los sacerdotes de la co- munidad, al llegar Mons. Bardou, fundador de la «Obra de los misioneros diocesanos», en 1847. Los pioneros fueron sem- brando la semilla, despertando la dormida devoción. Su di- namismo logró que poco a poco fueran reconstruyéndose las ruinas. Lo que por entonces restaba del antiguo esplendor de las peregrinaciones era solamente una romería que cada año se venía celebrando el día 7 de septiembre, en el barrio del Hospitalet, un lugarejo emplazado al noreste e inme- diato a Rocamadour. Dicha romería se había convertido en puro festejo folklórico, brindando ocasión para la comida, la bebida y el baile de los participantes. Apenas había fieles que subieran los peldaños de las escaleras hacia la semiabandonada capilla. Hacía tiempo que Rocamadour ha- Pa

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