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Trájolo el obispo a América e hizo de él su mayordomo o ayuda de cámara o factotum. El señor Pamplona no te- nía confianza en nadie más que en el hermano Saldaña; pero cuando pillaba a éste en algún descuido se entablaba entre ambos el siguiente diálogo: —¡Cabo Saldaña! —¡Presente, mi coronel! —Usted ha quebrantado el artículo tantos de la or- denanza, y merece, por ende, carrera de baquetas. Y el señor obispo descargaba algunos garrotazos so- bre las espaldas de su lego. En seguida reflexionaba el ilustrísimo señor que si como coronel había cumplido con las leyes penales, en cambio había pecado como obispo, dando al traste con la evangélica mansedumbre que debe caracterizar a un mitrado, y asaltábanle mil devotos escrúpulos que le obli- gaban a arrodillarse a los pies de su lego, diciéndole: —¡Hermanito, perdóneme! Saldaña no se hacía rogar, acordaba el perdón tan hu- mildemente solicitado, y el señor obispo iba a celebrar misa en su oratorio o en la Catedral. Esta escena se repetía por lo menos cuatro veces en el mes; pero una mañana aconteció que la paliza hubo de llegarle tan a lo vivo al lego que, cuando vino el momento de que el pastor se arrodillase, le contestó: —Levántese su señoría, si quiere, que hoy no me siento con humor de perdonar. —Pero, hermanito no me guarda rencor, que eso no es de cristianos. —No hay hermanito que valga. Toque a otra puerta. No perdono. —Mire, hermano, que va a dejarme sin celebrar el santo sacrificio. —Y a mí, ¿qué? —Va sobre su alma el pecado en que yo incurra. —la paliza ha ido sobre mis costillas, y váyase lo uno por lo otro. No se canse, padre reverendiísimo; no perdono. Aquella mañana el señor obispo Pamplona se quedó sin celebrar. Y pasaron dos semanas, y el lego erre que erre, y la misa sin decirse. El buen prelado no se creía con el espíritu bastante limpio para tomar en sus manos la di- vina Forma. Los familiares se alarmaron, recelando que su ilustrí- sima estuviera seriamente enfermo, y en breve la no- vedad cundió por Arequipa. Parece que aun se trató en Cabildo de hacer rogativas públicas por la salud -del diocesano. ¡Quince días sin decir misa él, que nunca había de- jado de llenar este precepto! Aquello era inusitado y daba en qué cavilar hasta al tuturutu de la Plaza. Al cabo de este tiempo aplacóse la cólera de Saldaña, y otorgó el perdón que todas las mañanas había estado solicitando en vano su coronel y obispo. Aquel día las campanas de la ciudad se echaron a vuelo. Su ilustrísima había recobrado la salud, pues cele- bró el santo sacrificio en la Catedral. Desde entonces el lego Saldaña empezó a echar mo- fletes. El señor Pamplona le hizo gracia de palizas, no volviendo a medirle las costillas con la vara de acebuche». ao

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