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Aun descartando la carga de elementos fantásticos y socarrones puestos en juego por el autor, no cabe duda que la leyenda recogida en sus deliciosas «Tradiciones pe- ruanas», tiene fuerza y gracia, y pone de manifiesto en cierto modo la «doble vida» de nuestro fabuloso personaje. «Humildad y fiereza, todo en una pieza», titula Ricardo Pal- ma su relato del que no queremos prescindir. Unicamente diremos que no hemos podido hallar el nombre de Saldaña, protagonista de la anécdota, ni como lego ni familiar del P. Miguel. Tampoco profesó éste en el convento capuchino de Madrid como afirma Palma, sino en el de Guastalla, ya indicado. «El capuchino fray Miguel González [más generalmente conocido por fray Miguel de Pamplona), tomó en febrero de 1783, posesión de la silla episcopal de Arequipa. Hijo del teniente general gobernador de Pamplona y de la marquesa de Bunguet, don Miguel había consagrado su mocedad a la carrera de las armas, en la que alcanzó a ser coronel del regimiento de infantería de Murcia, me- reciendo además el título de comendador de la Obrería, entre los caballeros de la Orden de Santiago. Desencantado acaso de la vida militar, de las hijas de Eva y de las mundanas pompas y miserias, tomó el há- bito en el convento de capuchinos de Madrid, y seis me- ses después, en virtud de dispensas pontificias, fue or- denado sacerdote. Pocos años más tarde sus hermanos le confirieron la prelacia, distinción de la que no tardaron en arrepentirse, pues fray Miguel, imaginándose que era cosa idéntica mandar frailes que mandar soldados, se em- peñó en refundir en un solo cuerpo de doctrina la consti- tución o regla monástica y las ordenanzas militares. Nombrado obispo (cargo que él se resistió a admitir, pero que el rey le forzó a aceptar), trató a su coro de canónigos arequipenses como había tratado a sus subal- ternos en el ejército; y muchas veces, al reconvenir a clérigos remolones o a curas que descuidaban el cumpli- miento de sus deberes eclesiásticos, olvidábase de que era obispo y se le escapaba esta frase: —Como no ande usted derecho lo planto en cepo de ballesteros: y ¡cuenta con insubordinárseme!, porque lo fusilo. Conmigo no juega nadie, señor mío, ni recluta ni veterano. Una bula del Papa Benedicto XIil prohibía a los ecle- siásticos el uso de peluca o cabellera postiza, ordenanza que fue (y continúa siendo) desatendida por los obispos. Pues fray Miguel, en pleno coro de canónigos, le arrancó a uno el peluquín, diciéndole: —i¡Ah, pelimuerto! Devuelva esos pelos a la sepultura que los reclama. Y al canónigo nadie lo conoció, desde entonces, sino por el apodo de Pelimuerto., La aspereza de su genio le conquistó el desafecto del clero arequipeño, y desengañado y cansado de luchar sin fruto hizo fray Miguel en 1786 formal renuncia del obispa- do. Volvióse, pues, a su convento de Madrid, donde murió en 1792, a los setenta y tres años de edad. Retratado a vuelapluma el personaje, entremos en la tradición. Cuando el coronel Pamplona cambió de uniforme, acom- pañólo al claustro un soldado que hacía años era su asis- tente. Ordenado aquél, vistió éste el hábito de lego ca- puchino; pero no se avino a dar a su superior tratamiento frailuno, y continuó llamándolo mi coronel, A
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