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El pleito de Mons. Moscoso le había llegado al alma; los obispos eran tratados como funcionarios reales, admi- tiendo acusaciones y calumnias contra ellos. Se acercaba la idea independista con los libros franceses y eran nece- sarios obispos criollos para matener la Iglesia, ya que la corte trataba de imponer el poder real por medio de los obispos. La táctica de Carlos lll era enviar prelados penin- sulares que, con la voz y el ejemplo, mantuviesen la dis- ciplina. Fray Miguel era uno de ellos, pero está en el ocaso de su vida. Militar, capuchino, visitador de misiones, obispo... Una pintura de plata, de oro, de azabache, de fuego y de cera, con una barba florida y fluvial; es materia preparada para el cincelado, con un rostro ascético diseñado en cera. El imperio se hunde y no resta sino la confianza en Dios, quo a en América, como en Flandes, se está poniendo el sol... Al llegar a Madrid, el 18 de julio de 1787, se encontró con el procurador de misiones capuchinas, visitador en Venezuela, P. Pedro de Fuenterrabía (Juan de Sorondo). Le hizo depositario de sus secretos y confianzas, no acertan- do a salir sin su compañía. Con él charlaba sobre asuntos de Venezuela y él le asistió en su muerte. EL ETERNO IMPACIENTE El 18 de julio de 1787 llegaba nuestro obispo a su con- vento de Madrid, y su vida será un continuo bombardeo de ideas misionales al consejo de Su Majestad. Mientras vivió Carlos 1Il, su viejo amigo, fueron tenidas en cuenta. Cuando subió al trono Carlos IV, cambió la situación, pero nuestro hombre siguió en su actitud, mostrando el deca- dente estado de las misiones. Ciertamente que, después de la expulsión de los jesuitas de América y Filipinas, ha- bían quedado unos 470.000 indígenas abandonados, lo mis- mo que un centenar de colegios, universidades y veinte seminarios. Los misioneros jesuitas se han calculado en 2.617 y era necesario rellenar los huecos. El gobierno, dominado por los enciclopedistas, decretaba la construcción de colegios de misiones extranjeras para clérigos seculares porque no le gustaban los regulares. Pro- puso la instauración de cátedras de lenguas indigenas en los edificios exjesuíticos de Villagarcía y Loyola, dando pre- mios de buenas canonjías en el extranjero, pero nó cuajó la idea. Era necesario recurrir a los regulares. Para una población española de diez millones de habi- tantes, había 65.687 clérigos seculares, 55.453 religiosos y 27.665 monjas. Existía una discrepancia entre jóvenes y viejos; los jóvenes exigían el culto a la razón, el respeto a la per- sonalidad y la obediencia explicada. Ni más ni menos, co- mo en nuestros días. El gobierno pidió misioneros, pero, tiempo antes, había cerrado los noviciados por el crecimiento de la población eclesiástica y por no querer salir a misiones. Se abrieron los noviciados lentamente, pero había postración en los ánimos, cansancio del espíritu, intromisiones del poder se- cular y desprestigio de los religiosos, animado por los en- ii

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