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El Consejo de Indias estudió el asunto, y la solución aprobada por el rey fue que cada provincia de España con- tinuara con sus misiones y que, para resolver los proble- mas, existiera en Madrid un procurador general de todas ellas. Algo había conseguido el informador después de dos años de observar el campo misional. Por penuria de las cajas reales se otorgó a las misiones la independencia económica, acogiéndose a la Real Cédula de 5 de agosto de 1702, en la que se autorizaba a los misioneros para que, en cada misión, los indios pudieran tener, en común: «Hatos de ganado, arboledas de cacao, café, algodón, labranzas para atender a la misión y ayudar a fundar otras nuevas». En esas labranzas se producían la yuca para el pan cazabe, que dura 'meses enteros sin desintegrarse, maíz, arroz, fruta y otras plantas para la producción de jabón. Se impartían enseñanzas de agricultura, carpintería, al: bañilería, herrería, además del arte textil para las mujeres. En las escuelas misionales se daba un mínimo de lectura, escritura y las cuatro operaciones. El catecismo se ense ñaba en español e indígena. El sistema económico abrazaba tres factores: el regular común, el regular privado y el regular social. Cada mi: sionero llevaba sus productos a un centro o cooperativa, en nombre de su pueblo. El director lo recibía bajo un resguardo y de su venta venían las pagas privadas y co- munes para misioneros y misionados. El director de la cooperativa debía proveer a los gastos de los pueblos en su vida social y religiosa, así como a los gastos del perso- nal misionero. : La propiedad era privada y comunitaria al mismo tiempo. El indígena trabajaba la fértil tierra tres días a la semana, de seis a diez de la mañana, para la comunidad, escuelas y hospitales. El resto de las horas y los otros días que- daban para su propiedad particular y sus propios gastos. Los pueblos misionales eran autónomos y no pagaban impuestos hasta ser incorporados a la Corona. Entonces venía el derrumbe, pues los nativos eran despojados de sus tierras y los clérigos que ocupaban las nuevas parroquias ignoraban las lenguas indígenas, como se queja amarga- mente el gobernador de Trinidad en su informe al rey, exigiendo la vuelta de los misioneros capuchinos. El barón de Humboldt visitó las misiones de los capu- chinos en Venezuela, expresándose así: «A ellas se debe el haber acrecentado entre los nativos el apego a la propiedad raíz, la estabilidad de las habitaciones, el amor a una vida pacífica. El sistema de misiones conservó un número mayor de nativos y los educó en el cultivo de la tierra y en el pastoreo de ganados» («Voyage aux régions equinoxiales du Nouveau Continent»). He aquí el juicio emitido por el jesuita P. Aguirre Elo- rriaga: «Ni por su duración ni por su amplitud, puede com- pararse la labor misionera de los jesuitas en Venezuela con la que realizaron otras órdenes religiosas, sobre todo los capuchinos y franciscanos de la observancia». Los je- suitas se concentraron más bien en Colombia, pero hay grandes misioneros de la compañía como Gumilla, Gilii, Román, Fiol, Beck, Teobast, etc. Arruinadas las misiones durante la guerra de la inde- pendencia americana, y con dificultades en España por la invasión francesa y las revoluciones, el senado de Vene- zuela y Bolívar dictaron decretos para la reconstitución de los antiguos hospicios o casas centrales ideadas por fray a ino
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