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el viaje por Francia, valiéndose de los puestos fronterizos de Valcarlos y Dancharinea. Se esperaba el triunfo de D. Carlos para volver a los conventos. El Convenio de Vergara fue el episodio más pro- saico de una de las guerras más largas y románticas que ha tenido ; 1839. Perdida toda esperanza, los religiosos abandonaron los hospicios de Bértiz, Azcoitia y Arbeiza y pasaron la fron- tera francesa. Otros se incorporaron al obispado de Pam- plona. En Francia no era segura la situación con el gobierno de Luis Felipe. Nuestro P. Esteban prefirió seguir a Italia, e no permaneció ocioso, sino que aprendió la lengua italiana, y en pocos meses logró hablarla con perfección. Sus primeros sermones en italiano agradaron al público y a los religiosos que le escuchaban. En 1840 predicó la Cuaresma en Montigniano y en años siguientes lo hizo en Ronciglio y Vallone, con tal acierto que le valió elogios de eclesiás- ticos y seglares. Ya se diseñaba su carrera de apostolado. Tenía una estatura prócer, 1,80, un rostro blanco rosado, ojos azules claros, cabello rubio, barba florida, y una voz ma- gistral, timbrada, que se oía de lejos, como si resonara en dobles cuerdas vocales. Dominaba el castellano, el vasco, el latín y el italiano. Y todo esto fundamentado en una vida de piedad y mortificación. Lo sorprendente en nuestro misionero es cómo podía subsistir en su vida de actividades, dado lo poco que comía y lo mucho que se mortificaba. Sus compañeros de misión caían todos enfermos y él seguía adelante, con diez, doce y aun catorce horas diarias de confesonario. Su lecho era una tarima, sin e y sin nada. Tan sólo usaba una man- ta para cubrirse; la almohada era ordinariamente de paja, y, a veces, un tronco cubierto de tela, tal como se ve hoy día en las celdas de los ermitaños de Córdoba. Cuando se alojaba en casa de seglares, se acostaba en el suelo, en un sofá, o sentado en una silla. Así como era duro para sí, era muy atento con los de- más, gracioso en su conversación y muy ameno. Lo que más llamaba la atención en él, era su voz, que hacía vi- brar las columnas y sillares de las iglesias; la piedra se volvía sonora. En el año 1842, nuestro héroe contaba 33 años. Todos los religiosos españoles recibieron una invitación del P. Fer- mín de Alcaraz, comisario apostólico, para salir de Italia y dirigirse a países de misión. La respuesta fue unánime y afirmativa. Y, en consecuencia, debían ponerse en camino, embarcándose en Civitavecchia, siguiendo por Liorna y Gé- nova, para ir a Marsella con destino a Venezuela. Como consecuencia de las guerras reinaba la intranqui- lidad y el desorden en todos los países hispanoamericanos. Las tribus indias habían vuelto a los bosques, abandonando los poblados. Hubo intentos de monarquías constitucionales de parte del argentino general San Martín, y, en México, por el ge- neral Itúrbide y Aramburu, de padres pamploneses. VENEZUELA Eran 30 misioneros los que se comprometían con el cón- sul de Venezuela en Marsella, para evangelizar territorios de aquella nación. He aquí las condiciones:

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