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y rubicundo en su cuerpo; en el espíritu tenía algo de Na- tanael, por su inocencia y sencillez. Comenzó desde muy luego a distinguirse por su fervor y mortificación; y así pro- . siguió sin desfallecer un momento; antes bien, acrecentán- dolo cada día. Era especialísima la confianza que nos ha- cíamos, que alcanzaba hasta los afectos que experimentá- bamos en la oración. Recuerdo que en un paseo me dijo con santa ingenuidad: «Esta noche he soñado que yo salía de un bosque, trayendo un negro a mis espaldas, para bautizarlo». Diríase que era la aurora de su futuro destino. Concluido el noviciado, la obediencia nos separó». Otros religiosos antiguos, que habían conocido a nues- tro biografiado, atestiguaban en 1897, que Fr. Esteban po- seía un gran espíritu; era aficionado a la meditación y al silencio, por lo que se distinguía de los demás novicios; tanto, que más de una vez éstos comentaban en tono fes- a la taciturnidad de su compañero y lo llamaban «el mudo». Es explicable, dado que Fr. Esteban era montañés; tipo reconcentrado, de pocas palabras, que las piensa muchísimo, pero de una tenacidad asombrosa y de un trabajo poco co- mún. Su modo de ser tenía que extrañar a sus compañeros, que procedían de Los Arcos, Peralta, Treguajantes, San Mar- tín de Unx, Murillete, Cirauqui, Torralba, Barasoain, Abárzuza, Cascante y Puente la Reina. Es decir, casi todos ribereños, excepto unos pocos de la montaña. Así se explican los largos silencios de Fr. Esteban. Terminado su noviciado siguió la Gramática Latina y Hu- manidades; cursó la Lógica en Peralta y los estudios su- periores en Pamplona. El 22 de diciembre de 1832 recibía el orden del pres- biterado. Había un apresuramiento; pero esto se permitía, dado el estado revolucionario de España. Uno de sus pri- meros actos fue obtener de un reo condenado a muerte, y preso en la cárcel de Pamplona, que se preparase debida- mente, ya que había rechazado los Sacramentos. Al P., Es- teban le costó una severa disciplina que le dejó sangrando las espaldas. * HACIA EL DESTIERRO El año 1835 se dictó una ley por el Gobierno, suprimien- do todos los conventos de España, sacando sus edificios “y terrenos a pública subasta. Sin embargo, en Navarra con- tinuaron abiertos los de Tudela, Peralta, Los Arcos y Cin- truénigo hasta fines de 1836, debido a las vicisitudes de la guerra carlista. Además, en aquellos días de anarquía y confusionismo, la suerte de cada convento ía de la mayor o menor tolerancia de la autoridad local. La comuni- dad de Pamplona, donde se hallaba el P. Adoáin, tuvo que abandonar el convento y refugiarse en la casa de Vera de Bidasoa, al amparo de las tropas carlistas, que se habían sublevado en 1833. Pero el general Rodil, jefe del ejército liberal del Norte, sabiendo que D. Carlos había entrado en España, se puso al frente de una columna y se dirigió al Baztán. incendió el convento de Vera, y los religiosos se refugiaron, parte en Lesaca, y parte en la casa solariega de Bértiz, nuestro biografiado estudió dos años de Teo- logía. Desde Bértiz visitó varias veces su pueblo haciendo
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