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Los hermanos que lo cuidaban atestiguan haberlo visto, entre resplandores, dialogando con su Crucifijo misionero, lo mismo que su paisano Javier, en su abandono de Sanchán. En medio de su enfermedad, se portaba obediente a la menor insinuación, practicando los consejos de San Francis- co de Sales en su libro «L'art d'étre malade»: «No quejarse de nada, no ser molesto a los enfermeros, y mostrar siem- pre conformidad». De él podemos decir lo de Juan XXIII, que nadie se daba cuenta del momento de su muerte por- que la voluntad poderosa sometía las funciones del cuerpo humano a su control y gobierno. Lo afirma el hermano enfermero Antonio de Antequera: «El P. Esteban quiso hablar, pero sólo entendí la palabra Padre. Con esto y un gesto de su mano entendí que pedía un padre para sus últimos momentos. Inmediatamente avisé al P. Pedro de Usún, su confesor, que no se retiró de su cabecera hasta el momento decisivo. Era el día 7 de octubre entre las cuatro y cinco de la mañana. Tan suavemente en- tregó su alma al Creador, que no pudimos observar exac- tamente el momento de su muerte. Mudó su color, tenién- dolo, después de muerto, mejor que de vivo». El P. Usún expresará las mismas ideas: «Después de haber asistido a mi compañero y paisano el P. Adoáin en sus últimos momentos, puedo decir que expiró rodeado por to- dos sus hermanos de hábito, sin hacer esfuerzo alguno, muy dulce y tranquilamente, a las cinco en punto, quedándose con la sonrisa en los labios, que indicaba la muerte de los justos». Apenas nuestro héroe abandonó este mundo, la campa- nita del convento vibró en el aire mañanero, y los vecinos de la ciudad acudieron adivinando la causa. Se les había muerto el capuchino santo. Los padres Pedro de Usún y Bernardino de Belliza que- daron impresionados al preparar el cadáver del misionero para ser amortajado, y encontrar en su cintura un enorme cilicio, que no se lo quitó ni aun para morir. Un cilicio de púas que rodeaba su cintura (1). DESTELLOS Y OPINIONES Terminadas las honras fúnebres, fue sepultado en el ce- menterio particular de los capuchinos, dentro de clausura, lo cual impidió gran parte de la veneración popular. En 1941 fueron trasladados sus restos a la iglesia conventual de Sanlúcar, cuando ya habían muerto casi todos los que le habían conocido, por no decir todos. Existen testimonios de personas que pasaban a la clausura para visitar al Padre Adoáin, como la reina Isabel Il, los duques de Montpensier, residentes en Sanlúcar, el cardenal Espínola, arzobispo de Sevilla, el cardenal Herrera, arzobispo Valencia, los ami- gos íntimos del P. Esteban, don Andrés de Hoyos-Limón y el Conde de Aldama, que pidieron ser sepultados a ambos lados del misionero en la clausura, (1) En el Archivo del ví stulaor de beatificación del P, Es- teban, Carpeta XI, número 1, se conserva una carta de doña Amalia, esposa de don Ramón Nocedal, la cual, dirigiéndose al P. Berardo de Cieza, le dice así: “Poseo un pedazo de cilicio, que usó el santo P. Adoáin; me lo regaló el gran amigo del P. Es- teban, don Andrés de Hoyos-Limón”. e

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