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lián. Pero el cabildo sevillano encargó al P. Esteban, para el Viernes Santo, el Sermón de Pasión. Existen palabras de un testigo observador, estudiante de la Universidad de Se- villa, y que después entró al noviciado capuchino de San- lúcar, guiado por el P. Adoáin. Se trata del P. Ambrosio de Valencina. Nos describe la grandeza del templo sevillano, totalmente ocupado. «Todo él quedaba lleno y vibrante con la voz del misionero navarro, potente y argentina, recitando el acto de contrición, que el pueblo repetía entre sollozos, renovando los tiempos de Fr. Diego de Cádiz. Brotaban lágrimas de sus - ojos, que caían sobre su blanca y florida barba, extendién- dose por ella, como gotas de rocío sobre la hierba. El fuer- te del P. Esteban era el diálogo; conversaba con los testigos ae la Pasión, Herodes, Pilatos, los escribas y fariseos, y con sus actuales imitadores...». Según las palabras del P. Valencina, nuestro misionero trabajaba con el subconsciente de sus oyentes; afectos que nunca han salido a flote, intenciones soterradas que nadie conoce, y que en ese diálogo del misionero con el Cruci- : o, uno se siente descubierto, como acontece hoy día en cinerama; y ya el espectador no es tal espectador, sino a confundiéndose con los sentimientos descubiertos en la pantalla; ese parece ser el secreto misionero del P. Adoáin. El pueblo andaluz juega mucho con el sentimiento, y en sus procesiones se convierte en actor, dejando de ser especta- dor, para sentir como sienten las imágenes en los pasos procesionales. Así lo describe el mexicano P. Cué, S. J., en su libro «Así llora Sevilla». Una de las buenas conquistas en Sevilla fue la del P. Am- brosio de Valencina, que después del sermón de Viernes Santo, pudo hablar con el P. Adoáin. Admitido por el gran misionero, fue testigo de su vida y de su santa muerte. Más tarde escribirá: «El P. Esteban se granjeaba el amor y cariño de los oyentes, sin distinción de clases, por su mo- destia angelical y la sencillez de sus modales». Una preocupación agitaba el alma del misionero nava- rro; al mismo tiempo que arrastraba los pueblos hacia Dios, era superior de los conventos de Andalucía. Se hallaba en- tre gerundio y participio; mandando y al mismo tiempo era mandado. Suplicó que nombrasen al P. Pedro de Castejón, pues él había nacido para misionero, no entendía de admi- nistración de conventos, de huertos, despensas, bibliotecas, etc., y se confundía en tal Insula Barataria. «Dios me ha da- do robustez y voluntad para sobrellevar el trabajo de las misiones —escribía al superior general—. Quíteme las pre- lacías para bien de los demás y bien mío». Sabemos que no lo ía tan mal, pues era riguroso consigo mismo y flexible con los demás. Huyendo de cargos, le quitaron la guardianía de Sanlúcar, pero le llegó el de vicecomisario en España. En la misión de Fuentes predicó delante de unas cuatro mil almas. Bajó del púlpito enormemente agitado, adminis- trándosele los Sacramentos. Era la fiebre amarilla, adquiri- da en América, dominada por su fortaleza corporal y su vo- luntad de hierro. Fue trasladado a Sanlúcar, recobrando la salud en forma relativa, nada más, pues nunca cesaron de acometerle las fiebres, y ellas lo llevaron a la sepultura un año más tarde Desde este momento, y por ausencia del comisario de los capuchinos en España, quedó el P. Adoáin como autori- so co
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