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vascués se encontró con el prelado, que tomó como suya la empresa. De aquí en adelante no le molestaría más el gobernador, ya que el P. Adoáin será considerado como un pacificador entre los navarros. Poco después abriría su convento de Pamplona. Comienza sus. misiones en Bigúezal, Ustés y Aspurz, con asistencia del obispo. Sigue una gran misión en Santa Fe, centro del Urraul Alto; continúa sus predicaciones en Rí- podas, Nardués-Andurra, Arielz, Sansoáin y Artajo. En Ar- boniés se detuvo desde el 23 de octubre al 1.- de noviem- bre; algo había en él que atraía y que tranquilizaba después de la guerra, al modo del jesuita P. Lombardi en sus corre- rías por un mundo mejor, después de 1945. k Lumbier fue su última etapa de la primera campaña; dio ejercicios a las benedictinas, y oyó las primeras coplas an- ticlericales: Mi madre me enseñó a hilar estopa, cáñamo y lino; pero ahora yo hilaría las barbas del capuchino. Las coplas se dejaron oír al comenzar la misión y al finalizar el retiro de las benedictinas: sus autores eran los «forales» que habían luchado en el bando opuesto, y, como vencedores, se creían dueños del terreno. Con las coplas vinieron las pedreas a la procesión de penitencia. Después de tales actuaciones el gobernador le autorizó a usar el hábito capuchino. HACIA LA RIBERA La guerra había dejado odios. El ribereño es muy distinto del montañés. El montañés rumia las palabras dos veces an- tes de expresarlas; el ribereño piensa en voz alta, dice lo que va a hacer, el montañés lo hace y no lo dice. La Ri- bera es tierra de jotas y de trigos; la Montaña es de bos- ques, de valles cerrados, y cielo nuboso... En ambas zonas trabajó el P. Adoáin y se adaptó maravillosamente a los dos caracteres. He aquí el itinerario de predicación en la Ribera: Artajona, San Martín de Unx, Falces, Funes, An- dosilla, Lerín, Azagra y Mendavia. El P. Adoáin habló a la gente de la Ribera sin aspa- vientos, de modo afectivo, de corazón a corazón, e hizo de- saparecer de los cintos los cuchillos, navajas y pistolas, su- primiendo las discusiones mortales del parar, los cobros del baratero que hincaba el cuchillo en el suelo y retaba a medio mundo, los rencores y odios de familia, la blasfemia y la inmoralidad. Los muchachos de Falces, el día de las confesiones pa- ra hombres, iban con sus cuchillos, puñales y pistolas a la E muy metidos en el cinto, para entregarlos al con- esor. Había comenzado la reforma de costumbres, y hubiera seguido el misionero en su labor, pero en la misión de An- dosilla recibió carta del comisario apostólico ordenándole ponerse en camino para Antequera. Habían dado resultado las intervenciones de Romero Ro- bledo, que desde su puesto de ministro de Fomento, o tam- bién de Gobernación, apoyaba y completaba las actuacio- nes de Cánovas, y con fecha 11 de enero de 1877 fue ex- pedida una Real Orden para que «Los capuchinos españo- les, residentes en Bayona, puedan residir en la ciudad de ni a

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