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dos con las armas en la mano, y consiguiendo que las de- pusiesen. Comenzó sus trabajos por la región de Escuintla, refugio de malhechores y de tipos sin moral ninguna. Comenzó por muy pocos oyentes; pero al final tuvo que pedir ayuda a sus compañeros de Guatemala. La mayor dificultad misional en esas regiones era la misma que en Cuba, las familias mal constituidas que era menester legalizar. Con sus 49 años, y toda la experiencia adquirida, nuestro héroe predicó la gran misión de Guatemala, la Antigua y pueblos vecinos, de un modo tan maravilloso, que los oyen- tes lloraban o cantaban, según el dictado del orador na- varro... No olvidó a los presos, y para ellos sacó tiempo de lo imposible. Cuando llegó el cólera morbo a la capital, apenas existían hospitales; hubo que improvisarlo todo; los capu- chinos quedaron al frente del lazareto, desprovistos de lo más necesario. Nuestro amigo salió casa por casa, reco- giendo donativos. Murieron unos dos mil, y nadie sabía cuándo dormía el misionero, pues a toda hora estaba dis- ponible. Murió víctima de la peste, tan sólo, el P. Joaquín de Valls, que había llegado de Venezuela en 1844. El go- bierno agradeció la abnegación de los capuchinos en docu- mento de 27 de septiembre de 1857. Se propaló que los causantes de la enfermedad habían sido los curas y el gobierno y comenzó un levantamiento, que aunque derrotado en el departamento de Santa Rosa, siguió germinando odios y más odios... Se apeló al misio- nero navarro para calmar a las masas, pues se habían en- sayado todos los medios. El misionero debía ir solo, sin compañero. Después de una entrevista con el arzobispo y el presi- dente, allá fue el P. Adoáin, y consiguió que todos entre- gasen las armas, en número de 5.000 personas, y que en la plaza se celebrase una reconciliación general, quedando pa- cificada la Provincia de Santa Rosa. En la misión de Atitlán le decía el párroco, un merce- dario andaluz admirado de la enorme cantidad de gente que llenaba la iglesia: —«Yo me gloriaba de haber conocido a mis ovejas; pero veo que van saliendo de esos montes ovejas tan brutas, que ni saben hablar». Se ha conseguido formar dos Comunidades de Capuchi- nos, una en Guatemala y otra en El Salvador. Se ha recons- tituido el Estudio de la Teología, y entre los estudiantes se ven dos que después han de llamar la atención: Fr. Joaquín de Llevaneras y Fr. José Calasanza de Llevaneras. El pri- mero será más tarde el fundador del Colegio de Lecároz; el segundo llegará a ser cardenal de la Iglesia, con su nombre de Mons. Vives y Tutó, que presidió el Primer Concilio La- tinoamericano en Roma. En una de sus misiones, un grupo de jovenzuelos cuchi- chean entre sí sobre cuál es el secreto de ese magnetismo o atractivo de masas que tiene el misionero; hablan mien- tras predica el P. Adoáin y llegan a la conclusión volteriana de que tal poder reside en su barba florida, lo mismo que la fuerza de Sansón radicaba en sus cabellos. Conclusión: Si se pudiera quemar esa barba, las masas se apartarían de él. Termina la predicación, y el montañés navarro, en vez de ir hacia la sacristía, se abre paso hasta los murmurado- res y les dice. «Ya os doy permiso para quemar mis barbas, nio

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