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- Se las, y le declaró de sopetón, proponiéndole vivir juntos, ya en Cuba, en el Canadá o en España. Se hallaba el P. Adoáin en sus 42 años, lleno de trabajos y de abandonos, destierros y persecuciones. Hablemos al modo humano, tal como somos. Se le presentaba un porve- nir agradable y cómodo; nada de caminatas, nada de moles- tías. Una vida fácil. —Viviremos donde nos convenga; cuidándonos bien, lle- garemos a una vejez feliz. El misionero arguyó: —¿Y después? —Después podremos viajar por España, si Vd. desea vi- sitar su país. El P. Adoáin insistió con la misma pregunta, hasta que ella respondió al fin: 5 —Después no nos resta más que morir en la paz de os. Lo interesante en esta conversación es que el P. Esteban no la despacha con malos modos, pues sabe que no com- prende el sacerdocio católico. Guarda con ella toda clase de consideraciones. La va instruyendo en la excelencia del sacerdocio, sus cualidades, su desinterés por los demás, lo perecedero de las cosas de este mundo. Finalmente le dice que el sacerdote católico no deposita su amor en una sola persona, sino en todos los habitantes del mundo sin distin- ción de razas; así su amor es un amor universalista. Conmovida, persuadida y convencida, pidiendo mil perdo- nes, y admirando la fortaleza del misionero, a los pocos días Isabel recibía los sacramentos del bautismo y comunión, edificando sobremanera a los fieles. Para nuestro misionero no existía el descanso. Una mi- sión tras otra, con cambios de compañero, pues todos caían enfermos, y cuando encontró un respiro, se interesó por los presos. Después de recorrer pueblos donde hacía sesenta años que no se había predicado una misión, comenzó su ins- trucción a una gavilla de forajidos en Santiago. Consiguió lo que nadie había logrado. Los preparó para el cumplimien- to pascual, los llevó a confesarse a la catedral, y así lo hicieron con más devoción. El salía responsable de que irían y volverían al penal a su hora. Todo se cumplió como lo dijo el misionero, contra las opiniones del alcaide y los de- más funcionarios. ¿Qué tenía nuestro misionero para domi- nar a aquellos presidiarios? ¿Era santidad, magnetismo, po- der de arrastre? Esto mismo hizo Dom Bosco de Turín, y fue muy elogiado. En medio de sus ocupaciones tiene tiempo, o se lo roba a la noche, para anotar observaciones sobre la producción del país, la parte agrícola, la maderera, y aún dice que había oído cantar a los ruiseñores en las arboledas. Su intención era establecer una comunidad de capuchi- nos en la Isla, renovando el antiguo Colegio de Misiones; le ayuda el P. Claret, que le promete el auxilio de Isabel !!. El P. Esteban insinúa también la apertura de colegios de misiones en Pamplona, agrupando a los religiosos expulsa- dos de sus conventos; para conseguir sus intenciones ante el gobierno de Madrid, promete preocuparse de la Guinea española, Fernando Póo y Annobón, totalmente abandonadas, y a punto de caer en manos de Inglaterra. El P. Provincial de Navarra no logró reunir a los religiosos dispersos; los de Venezuela y Cataluña, se habían establecido en Guate- mala; el P. Adoáin, queriendo vivir con sus hermanos de hábito, salía para Guatemala el año 1856. Isabel Il, sin la anuencia de sus ministros, nada podía as
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