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ideas de independencia, apoyándose en la miseria moral. económica y social de las clases populares. Este era el escenario donde se movería y actuaría el P. Esteban. Su. equipaje era escaso para nuestra mentalidad. Algo de ropa, el breviario, el kempis, y un gran caracol marino, del que se valía a modo de campana para llamar a los fieles. Un crucifijo y el estandarte de la Divina Pastora, regalo del P. Claret. Llegaba a las aldeas más apartadas, dando la mi- sión bajo los árboles, en graneros ,en cocinas de cafetales y almacenes de tabaco. Penetró en sitios donde no habían entrado los comerciantes, donde vivía la gente sin sacra- mentos y sin haber visto un sacerdote en muchos años. Por afirmaciones del P. Claret, el P. Adoáin era el mi- sionero de Cuba por antonomasia. «Por considerarlo el más práctico y hábil para sacar a los pecadores de su mala vida, lo envío con otro menos experto a misiones, mientras a los demás los tengo cerca de mí». Al llegar a una población, pedía la lista de los hogares mal constituidos; y había ocasiones en que los mismos al- caldes tenían ese grave problema; eran amigos de cosechar en verde, y para salir del paso, enviaban a su prenda de vacaciones... El P. Esteban tes escribía, les ofrecía sus bue- nos servicios, siguiendo el consejo y máxima de San Fran- q. Javier con los portugueses en la India, cuando les ecía: —«Vamos, amigo; que no necesitáis tantas para ir al infierno». Nadie se resistía. Una sola vez, llamados hombre y mu- jer a la capilla, como ella se. alborotase, y el P. Esteban quisiera sacarla de la Age por el alboroto, tomándola del brazo, saltó ella de golpe y cruzó a latigazos la cara del misionero. Lo que impresiona en las misiones de Cuba es la resis- tencia del montañés navarro, que no enfermaba jamás, mien- tras sus compañeros caían víctimas del cansancio y de la fiebre. Hubo vez que del 6 al 10 de febrero de 1853 reco- rrió diariamente quince leguas para unirse con su arzobispo, andando en total sesenta leguas, y sentándose al final a oír confesiones, como si nada hubiera pasado. Ciertamente que esto es incomprensible para nuestro tiempo. Hay cartas a su hermano, en que le dice que los ricos metidos en el vicio le negaron sus casas para la misión; y tuvo que echar mano de sitios mucho más pobres que el Portal de Belén. Jamás nos habla de sus privaciones, falta de sueño, co- midas deficientes. Parece que para él todo esto no tiene importancia. SI EL FOSFORO DA UNA HOGUERA, ¿QUE DARA LA FOSFORERA? Y comienza la novela. Una dama multimillonaria, gran pro- pietaria de haciendas, agraciada, por nombre María Isabel Jupp, natural de Halifax, Canadá. Ha observado la enorme popularidad del misionero navarro, ha oído su voz sonora y admirado su talle espigado, ni enjuto ni grueso, una barba florida como la de los románticos de aquellos años, y se ha sentido atraída hacia él. Hay que saber que ella era pro- testante, y encontraba lo más natural enamorarse del mi- sionero. Lo cierto es que se acercó al P. Esteban, estando a so- «ós

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