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nas. Gabriel de Amasa pensó en un edificio austero, pero con una solidez a prueba de siglos. Hoy día es necesario estudiar con mucha atención el edificio para encontrar el núcleo primitivo. Formaba un cuadrilátero perfecto en torno al pequeño patio central con su humilde claustro. En el lado norte estaba situada la iglesia; tenía la anchura de la actual sacristía y se extendía desde la actual pared del ábside hasta unos metros más atrás del actual cru- cero. Podemos ofrecer la primicia del maestro que la construyó: fue Tomás de Segura, que «como tal perito a echo obras de mucho valor y satisfación en diversas yglesias deste obispado, como son las de Garysoayn, Muez, Yturgoyen, Gorocin y ulti- mamente en la yglesia de los capuchinos desta cibdad». De tal iglesia sólo resta en la actualidad la pared del ábside y el coro bajo, ubicado en la actual sacristía. La casa tenía dos pisos de poca altura para dar cobijo a los religiosos y a todas sus actividades. En el lado del oriente iría el dormitorio de los religiosos, y en la planta baja, diversas oficinas; en el lado del poniente, la portería del convento, muy retrasada respecto de la actual, ya que no existían ni el claustro de entrada, ni el primer patio ni las construcciones adyacentes. El más trabajado fue el lado sur, ya que fue necesario realizar un gran desmonte, levantar un fuerte muro y sobre el solar edificar una planta baja en forma de sótano, el piso a pie llano y un primer piso. Esta sería la sección más resguardada del convento con el local más amplio que serviría de comedor y de sala capitular. El edificio no era noble, ya que brillaba por su ausencia cualquier ornamento y toda manifestación de piedra tallada; en cambio poseía fuertes paredes de piedra y argamasa, en oca- siones de más de un metro de espesor. El convento ocupaba el sector superior de un solar muy desigual y tortuoso, a excep- ción del llano cercano al río. Dicho solar fue rodeado de una cerca o tapia bastante deleznable, pero suficiente para marcar la clausura e impedir el paso a los viandantes desaprensivos. No podemos menos de aludir al ambiente sacralizado que en aque- llos tiempos se creaba dentro del recinto de los conventos capuchinos. En el huerto se levantaron tres capillas; a ellas se acogían los religiosos de día o de noche para dedicar un tiempo especial al rezo y a la meditación; incluso podían servir de cobijo en momentos de lluvia o de calor estival. Aunque la voz más fascinante del recinto conventual era la del bosque: el de los laureles y cipreses, que ocupaba todo el terreno orientado hacia la «casa blanca» (era y casa de Lagarde) y el de poniente en los terraplenes entre el camino real y el río. El bosque era reclamo de la naturaleza para la vida del espíritu, cita para el descanso y la convivencia y lugar privilegiado para las siestas estivales. Junto al mismo edificó Gabriel de Amasa una pequeña casa, desde la que asistía a los actos religiosos y a la vida cotidiana de los frailes; casa que luego fue unida al convento y sirvió de hospedería y para otros usos domésticos. Todo este abirragado complejo conventual permaneció in- mutable en su estructura externa durante un siglo. Fue en 1708 cuando la comunidad suplicó que se construyese una obra de envergadura. El convento se había convertido desde 1679 en cabeza de la nueva provincia religiosa de Navarra y Cantabria; a principio del siglo XVIll acogía a más de 50 religiosos. Estos se hacinaban en el coro bajo, sin libertad, comodidad ni higiene. Ni aun pasando a la iglesia contigua podían realizar con decoro sus disciplinas y actos de penitencia. Cualquier voz o ruido producido en el pasillo entre la portería y la puerta del patio rompía el silencio y la quietud de la oración personal o de la alabanza divina. El capítulo provincial en pleno pidió al patro- nato que fabricase un coro alto y acomodase el recinto de la qa
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