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rosa, que durante la mayor parte del año gastaba hortalizas ya que comía de vigilia. Esta nueva huerta coincidía, frente por frente, con la del patronato de Amasa, y para comunicarlas se recurrió al pintoresco sistema de construir un pequeño embar- cadero, tender una fuerte sirga metálica y botar un pequeño barco para el servicio diario entre una y otra orilla. Las crónicas tienen buena cuenta de reseñar el número de embarcaciones que se han ido empleando en tiempos sucesivos; algunas con una existencia muy efímera por su mala factura fueron arrastra- das por la corriente en alguna ocasión hasta terrenos de Arazuri y de Barañáin. Al mismo tiempo se dispensaron providencias privilegiadas para esta situación. Así, por ejemplo, se permitió a los religiosos pescar en el tramo de río correspondiente a las dos huertas, y se prohibió que lo hicieran los pescadores laicos. Las órdenes de varios virreyes fueron tajantes y conminatorias, aunque no siempre se cumplían a rajatabla. Se consiguió incluso plantar buenas esta- cadas en ambas orillas en los confines de ambas huertas a fin de preservar con la clausura el retiro religioso en dicho tramo. Determinados días del año, sobre todo por noviembre, los pes- cadores de redes mayores o menores podían cruzar el río y ejercitar su arte con buen rendimiento, ya que en 1747 captu- raron once arrobas de barbos, en 1749 ocho y en 1760 trece. A partir de la exclaustración de 1835 la huerta de la vuelta de Aranzadi fue trabajada por medio de arrendatarios, hasta que recientemente ha sido recuperada por la comunidad. EL CENOBIO CAPUCHINO La reforma capuchina tenía una legislación minuciosa res- pecto a las fundaciones. La distancia del casco urbano era una norma casi inviolable; a milla y media, poco más o menos de la población; en este caso dos buenos kilómetros desde la puerta del Abrevador o portal de Francia. Esta distancia era un arma de dos filos, ya que proporcionaba el retiro del desierto, pero alejaba en demasía a una institución que no era monástica, sino apostólica. La distancia proporcionó en el caso de Pamplona la posibilidad de elegir un emplazamiento envidiable a la vera del río Arga, remansado por una poderosa presa, con unos prime- ros planos de huertas cultivadas con artesanía y el telón de fondo de la ciudad, amurallada y con edificios de gran empa- que. Es necesario apreciar esta visión con el tiempo a pleno sol, en el fragor de una poderosa tormenta o después de una lluvia limpia y purificadora. Las diversas salidas de la ciudad convergían muy cerca del paraje donde estaba situada la gran presa sobre el Arga y no lejos del «errotazar» o molino viejo. Desde allí proseguía el camino real, pasando por delante del monasterio de San Pedro de Ribas, bordeando el río y enfilando la salida hacia los valles de la montaña y hacia Francia. Fueron los frailes quienes, con el permiso del ayuntamiento y por su cuenta, plantaron copudos álamos en este trayecto para resguardarse en verano del sol ardiente y en invierno del frío que les cortaba los pies y les flagelaba el alma. Siempre resultaba temible este largo camino descampado. A mano derecha de este camino real de guijarros hirientes, se abría la pequeña plazuela del nuevo convento, que servía de antesala del mismo. En ella erigieron los religiosos una tosca cruz de madera, sobre tres gradas de piedra para sacralizar el ambiente y para ofrecer un asiento al transeúnte. El convento de extramuros nunca fue un tugurio, levantado con adobes, cañizos y barro. como en tantas fundaciones capuchi-

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