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primera visita realizada por el padre Mariano de Bernardos y la celebración del capítulo provincial el 3 de julio de 1807, en el que los capitulares dejaron en manos del mismo la elección de los superiores de la provincia y en el que fue elegido el Padre Juan Evangelista de Oñate y guardián del convento, el Padre Angel de Olejua. La entrada de las tropas francesas por los Pirineos en octu- bre de 1807 comenzó a perturbar la vida del convento. En febrero de 1808 entraban en Pamplona y lo convertían en hospital de sangre para los heridos procedentes de Aragón. Los religiosos se refugiaron en Mendióroz en casa de don Francisco Iribarren. Este fue el primer eslabón de las exclaustraciones que se iban a repetir en la primera mitad de dicho siglo. La situación se generalizó y consumó con la exclaustración napoleónica de 1809, comunicada al superior a principio del mes de septiembre. Se repartió a los religiosos algún dinero en efectivo, se deposi- taron algunos enseres más valiosos en casas de confianza y se inició la itinerancia de los religiosos. El gobierno napoleónico por su cuenta inventarió con detalle cuanto pudo; en el docu- mento constan los bienes inmuebles del convento, huertas, pelairía, dos machos de poca alzada que fueron tasados en diez pesos cada uno y los pobrísimos enseres de la cocina y de las dependencias. Quedó como comisionado de dichos bienes Pas- cual de Alfonso. Algunos religiosos se negaron a deponer el hábito religioso y se fueron a Valencia, a Portugal y a regiones menos dominadas por José Bonaparte. Algunos fueron llevados prisioneros a Francia, donde fallecieron. Esta dispersión duró desde septiembre de 1809 hasta el otoño de 1814. En el mes de mayo de dicho año había regresado de Francia el rey Fernando VII; una de las primeras providencias fue le- vantar la exclaustración napoleónica y decretar la vuelta de los religiosos a sus conventos. Los capuchinos se fueron reagru- pando en el suyo e iniciaron la restauración, ya que lo encon- traron en pura ruina; «en todo el convento no había más que escombros sin paraje alguno donde poder defenderse del aire ni del agua de noche ni de día». Los religiosos iniciaron las tareas de limpieza; pero fueron parados en seco por el jefe de inge- nieros; de nuevo se cernía sobre el convento la amenaza del derribo, a causa de la resistencia de los franceses parapetados en el mismo. Varios religiosos anduvieron como mendigos por la ciudad durante dos meses, realizando gestiones para evitar la demolición. Por fin, se decidieron a un gesto arriesgado: volver al convento e instalarse en el mismo. La solución llegó gracias al cambio de comandante de ingenieros, que bajó a inspeccio- narlo, vio las guaridas en que se habían acomodado los frailes y les permitió que lo habitaran para vivir. El Vizconde de Zolina consiguió orden real para la reconstrucción y se le consideró como segundo fundador del mismo. El Patronato no podía sufragar los gastos, que fueron suplidos con las limosnas y «Con haber embiado algunos religiosos bascongados por dife- rentes partidos de la montaña a confesar y predicar a los pueblos, estos nos han aiudado con muchas remesas de ta- blas». La vida conventual se fue instaurando, contribuyendo no poco a la misma la visita del ministro general, navarro de origen, Padre Francisco de Solchaga. Toda esta gigantesca obra de restauración quedó arrumbada pocos años más tarde durante el trienio constitucional (1821-23). La revolución salía al paso de la consolidación del régimen monárquico. Fue la segunda estación de esta vía do- lorosa de exclaustración e incautación de bienes. El 16 de mayo

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