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legislación de la Orden tenía instrucciones muy precisas sobre la técnica y metodología de las misiones capuchinas: llegar al pueblo a pie, nunca a caballo o en diligencia, vivir con ejempla- ridad y en profunda penitencia, anunciar la pena y la gloria con brevedad de sermón, si bien parece se dispensaban con facili- dad de este consejo de San Francisco, considerando que se trataba de evangelización extraordinaria; todo acompañado con recursos trágicos, no aceptados en nuestros días. Se tiene cierta impresión de que el convento cubría un campo bastante limitado en esta forma de evangelización. Los religiosos no se desdeñaban de acudir en ayuda de otros misioneros. Por el mes de marzo de 1721 terminaba su misión en Pamplona el célebre jesuita Padre Calatayud. Para la «noche del asalto» pidió que subiesen los capuchinos de extramuros, que se situaron en la procesión penitencial de trecho en trecho, exhortando a los fieles a penitencia. Parece que los religiosos cultivaban con más facilidad la evangelización sencilla de la comarca en rogativas, fiestas y romerías, a base de escuchar las confesiones de los fieles y de dirigirles panegíricos apropiados, no siempre libres de la plaga del «gerundismo», que de forma sorprendente llegó y echó raíces en nuestros lares. Esta evan- gelización misional o la sencilla de un solo día se presta a diversos análisis que sólo podemos enunciar: cómo anunciaron el mensaje religioso de la contrarreforma, cómo utilizaron la predicación «política», por ejemplo en favor del partido de Fe- lipe V, contra la audacia de los ilustrados y cómo presentaron la normativa social en las relaciones entre ricos y pobres. amos y criados y entre las distintas clases sociales. Como era habitual, no abundaban en el convento los padres «predicadores», sino los padres «simples», sobre quienes recaía el servicio de la iglesia y de las necesidades espirituales de la población adyacente. Es obvio que atendían a la misma los religiosos graduados, maestros de diversos cursos y los predi- cadores en las largas temporadas que permanecían en el retiro del convento. Alejado de la población, servía de maravilla a aquella sociedad sacralizada para acudir al mismo a reconci- liarse. Más aún, está bien documentado el hecho de acudir al convento como a una especie de casa de ejercicios espirituales para realizar en él algunos días de retiro. En 1785 se nombra a un religioso como encargado de tales personas «en atención a los muchos exercitantes que acuden a dicho convento y entre ellos personas de especial distinción». Es obvio que en tal caso acudían con la comunidad a todos los actos de culto, sin dejar los maitines de media noche. Esta experiencia, junto al silencio total y a la amenidad del lugar eran las impresiones más llamati- vas que llevaban tales ejercitantes. Ir a capuchinos en busca de retiro era como «ir a la Oliva a tomar sueños y leche». Los fieles hallaban en dicha iglesia abundantes motivos de devoción, aunque jamás con folklore y con exvotos. Allí renovaban su devoción, sobre todo los seglares terciarios, a San Francisco y a los santos de la Orden, lo mismo que las devociones comunes del Santo Cristo y de la Dolorosa. Estando tan alejado de la capital, nunca arraigó la idea de un viacrucis y de un calvario. Esto quedaba suplido con la humilde cruz de la plazuela. Sería imperdonable no recordar la singular devoción que el convento profesó desde antiguo al arcángel San Miguel. El dato más significativo proviene de 1771; el 24 de mayo, témporas de la Santísima Trinidad, llegó el arcángel, fue «adorado» por nume- roso público y quedó a pernoctar en el convento. Terminado el culto con el pueblo, fue subido a los enfermos; a la mañana a

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