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del siglo se volcaron en cuerpo y alma en la guerra contra la convención (1793-95). Es un momento que merecería mucho más espacio y la documentación es abundante, ya que la guerra afectó al reino, a la ciudad y a todos los estamentos sociales. Fueron más de dos años de pánico y sobresalto. La invasión francesa fue poderosa por todos los pasos de los Pirineos atlánticos. Para cuando acudieron tropas suficientes y se orga- nizó la defensa pasaron muchos meses. Mientras tanto, eran ocupados los valles de Baztán y regata de Bidasoa, luego los de Ulzama y más tarde llegaron a Ezcabarte, hasta San Cristóbal. Siendo insuficientes las tropas regulares fue necesario que las cortes votaran la movilización general del reino, formando va- rios batallones de voluntarios. El invierno de 1793 se cernía como una pesadilla y todo el año 1794 fue de continuas refrie- gas. Era necesario contener al ejército francés y preparar la defensa de la ciudad de Pamplona; todo el reino era un hervi- dero, que se le iba de las manos al virrey y capitán general conde de Colomera. Fue sustituido por el principe de Castel- franco. Consiguió una movilización mucho más racional del reino y llevó adelante las defensas; pero entonces llegó la noticia de la paz de Basilea (julio de 1795). El convento de extramuros jugó su papel durante la guerra contra la convención. En primer lugar y aceptando el ofreci- miento incondicional de los religiosos, fue destinado a hospital de sangre; allí cerca estaba la «casa colorada»; sobre los en- fermos normales, sufrió una avalancha de heridos y refugiados. Eran atendidos por los religiosos, que no vacilaron en abrir también el convento. Este era como una avanzadilla de la ciudad, ya que hasta él llegaban con rapidez las noticias a través de San Cristóbal o por el camino de Villava. Además de atender a este improvisado hospital, en numerosas ocasiones organizaron rogativas por la paz. Al decretarse el apellido o movilización general hubo ofrecimientos expresos a la ciudad y al reino para ser empleados en cualquier puesto. Así la petición cursada por el guardián Joaquín de Estella y por los religiosos Pedro de Pamplona, Antonio de Cascante, Félix de Langarica y Fernando de Anchóriz. Está comprobada la movilización de 46 religiosos capuchinos, de los que fallecieron diez en el frente de batalla o por contagio; algunos procedían de conventos de la Ribera, ya que «a porfía querían ir a animar a las gentes contra el enemigo». La defensa de Pamplona provocó entre los técnicos y autori- dades del reino una de las más singulares tensiones de esta guerra: el derribo de los barrios de la Magdalena y de la Rochapea, incluidos la basílica de San Jorge, los monasterios de Santa Engracia de clarisas, de trinitarios, de agustinas de San Pedro y de capuchinos de extramuros. El tema merece una monografía. Los ingenieros fueron inmisericordes; desde la corte les dieron la razón y comenzaron la demolición de ambos castizos barrios extramurales. Era problema serio, ya que según la representación oficial al rey, afectaba a 1.200 almas. La piqueta se cebó en los monasterios de trinitarios, en Santa Engracia y en no pocas casas particulares. Las cortes y la ciudad hicieron cuanto pudieron para evitar la catástrofe; con- siguieron algunas dilaciones; pero se presentía lo inevitable para los huertanos y para diversos establecimientos, como la fábrica de tinte y secadero de lanas. La norma era taxativa: demolición de todo edificio incluido en la distancia de 1.500 varas. El convento de extramuros estuvo condenado también ali derribo. Los pareceres de los ingenieros eran divergentes, ya que se consideraba improbable que desde él se pudiera ofender a la ciudad. Parece que fueron los memoriales de las cortes y de la ciudad de Pamplona, los buenos oficios del virrey principe de

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