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MIRANDO A LA CIUDAD Y AL REINO El convento de capuchinos quedaba alejado de la ciudad, pero en los terminos de la misma. Cierto que fue fundado por Gabriel de Amasa; pero al nombrar para el patronato al alcalde ordinario y a uno de los cabos o regidores, vinculó muy estre- chamente el convento con el regimiento de la ciudad. El «Libro de anotaciones» es en buena parte la crónica de las relaciones con la ciudad, con las autoridades del reino y con los persona- jes ilustres que llegaban al mismo. Es cierto que desde el Patronato el alcalde y el regidor tenían en ocasiones que mo- derar las peticiones de los religiosos y a veces oponerse a las mismas. Sin embargo, eran un enlace extraordinario con la corporación en pleno. Las actas de la misma registran abun- dantes alusiones a temas relacionados con el convento: licencia para levantar la tapia o cerca de la huerta, permiso para plantar árboles, uso del agua del río para los servicios de la pelairía, etc. Desde la alcaldía se miraba al convento como un foco de vida cristiana y de renovación religiosa, lugar de culto y de sacra- mentos, desierto espiritual para buscar la quietud interior y la paz del alma. Puede ser que una sociedad en vías de desacrali- zación intensa no aprecie con suficiencia estos altos aspectos; pero ésa era la realidad. Era frecuente la llamada a los religiosos para intervenir en procesiones y rogativas, en momentos bélicos o en calamidades públicas. Ellos subían en corporación hasta la ciudad por el portal del Abrebador precedidos por una sencilla cruz de ma- dera, formando dos hileras que contrastaban con los árboles y las sombras del camino. Así en el verano de 1738. La ciudad había sacado en rogativa para pedir el agua a San Fermín, luego a la virgen del Sagrario, más tarde a la del Camino. Era un caso de extrema gravedad para los campos y para las personas. El día 25 de agosto decidió la comunidad realizar una rogativa con permiso de las autoridades eclesiásticas y civiles. La comunidad salió del convento el 25 de agosto a las seis de la tarde. Llevaba la cruz fray Agustín de Añorbe. A la subida iba cantando el salmo Miserere; entró por el portal del Abrevador y por la calle de Curia llegó a la catedral; se cantó la Salve y otras depreca- ciones; después subió el padre guardián al púlpito y predicó a los oyentes que no cabían en el recinto sagrado. Concluido el sermón, entró la comunidad en la sacristía mayor y sala capitu- lar, donde los religiosos se aplicaron una tremenda disciplina. De inmediato se organizó de nuevo la procesión y cantando las letanías de los santos se volvió por el mismo camino, «y advierto que en dicha tarde salieron siete capitulares de la ciudad con achas al portal a recibir a la comunidad, y a la vuelta hicieron lo mismo». Al día siguiente, 26 de agosto repitieron el mismo rito en san Cernin ante la virgen del Camino. A la vuelta les acom- pañó innumerable gentío con hachas encendidas, «y esta noche llovió algo y al otro día llovió muy bien, aunque no correspondió al aparato». El día 27 se volvió a repetir la rogativa a San Lorenzo, el día 28 a San Nicolás y el día 29 a la Trinidad de Villava (sic). El cronista se calla el resultado; pero ahí quedaba el gesto para que los sucesores supieran a qué atenerse en casos parecidos. Los religiosos eran más bien remisos a la hora de participar en las procesiones de la ciudad y sólo aceptaron las más solemnes: las anuales del Corpus, la de San Fermín y algunas extraordinarias. La alcaldía correspondía a los religiosos ha- ciéndose presente en extramuros en días excepcionales. Para nadie es un secreto la solemnidad barroca de las beatificacio- nes y canonizaciones en plena contrarreforma e incluso en el
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