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pero sí muy fértil. Era cultivada con mimo, llegando algunos de sus hortelanos a ser requeridos para funciones de cultivo o de poda de árboles frutales por instituciones de la ciudad. A fray Félix de Pamplona se debe un calendario para el cultivo de la huerta en la zona de Pamplona, que ha editado anualmente la Caja Municipal de Ahorros (1914-...). Es obvio que sin el arrimo de la huerta no hubiera podido subsistir la comunidad de Pamplona. Gracias a su producto y a la granja adjunta se podían pasar los largos períodos de vigilias. Del patronato se consiguió la compra de un humilde macho para el laboreo de la misma y para otros menesteres de la comunidad. En tiempos modernos sería suplido por una hermosa yegua, que además del trabajo de la huerta, daba crías y arrastraba una tartana para hacer los viajes a la ciudad o a la estación del ferrocarril. No obstante la cercanía del río, era la noria excavada en la misma huerta la que servía para el riego de la misma; sólo las bombas y motores elevadores de agua hicieron inútiles los herrumbrosos canjilo- nes. Las excelentes hortalizas de la huerta eran ofrecidas como presente a las autoridades que llegaban a Pamplona y a los bienhechores de la comunidad, habiendo perdurado hasta pe reciente el obsequio del cardo los días anteriores a la Navidad. Finalmente, imposible no recordar que los capuchinos for- maban parte de una familia mendicante y que se mantenían en buena parte de la limosna. La mentalidad moderna, en creciente . proceso de laicización, ha entendido con dificultad el hecho de la mendicidad, como virtud heroica y como mística. Sin em- bargo, así se ha practicado durante siglos, hasta tiempos ac- tuales. Los capuchinos de extramuros han mendigado siempre en la ciudad y un vasto distrito de la cuenca y de las montañas. En la primera, recibían pan, carne, dinero, ultramarinos y obje- tos domésticos; por los pueblos, cereales, vino, aceite, huevos, paja, etc. Los limosneros capuchinos-fisonomía humilde, espí- ritu jovial y temple de acero- han podido ser vistos como personajes de la picaresca callejera; pero los bienhechores que les han conocido más de cerca conocían sus intenciones y la fibra de que estaban hechos. Vueltos de la cuestación y rendi- dos de trabajo, se entregarían a largos ratos de oración por todos los que les habían socorrido. La comunidad ofrecería cada mañana la liturgia por dichos bienhechores y a la caída del sol elevaba preces especiales por los mismos. El convento ha confeccionado en muchas ocasiones las listas de dichos bien- hechores, subrayando las «casas de hermanos», es decir las familias que acogían a ¡os religiosos y les brindaban fraterna amistad. Al repasar hoy día tales listas de bienhechores no se puede menos de decir gracias a los destinatarios más impensa- dos: a las religiosas dominicas, salesas o recoletas; a los párro- cos de la ciudad y a miembros del cabildo; a industriales y comerciantes, y al pueblo llano, que aportaba los céntimos de la viuda del evangelio; sin olvidar a los pueblos de la cuenca que cada jueves de mes ofrecían por orden el pan y sus dones o a los caseros de las montañas que en ocasiones determinadas ofrecían su limosna de castañas o queso. Todos ellos merecen reconocimiento por sus dones mate- riales, pero sobre todo porque confiaron a la comunidad a sus propios hijos. Repasando el necrologio de la Provincia hemos contado más de un centenar de religiosos pamplonicas, algunos eximios por su cuna y más eximios en su perfección religiosa. Dieron brillo a su ciudad natal y la llevaron, como un estandarte, a los cinco continentes. Está por escribir el reportaje sobre los capuchinos ilustres de la ciudad de Pamplona. Di
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